Por: Dr. Mariano Nava Contreras

Dotado como los demás de mi nación, de ese mismo amor, publico hoy mi filosofía, la mía, la que yo he vivido; pensando que por ser yo tan venezolano en todo, puede ser que ella sea de utilidad para mis compatriotas, como me ha sido a mí, constituyendo la guía de mi inteligencia.

José Gregorio Hernández. Elementos de filosofía

A mi padre, el doctor José Coello Perozo

José Gregorio Hernández y Mérida

En diciembre de 1888 José Gregorio Hernández se dispone a recorrer los Andes venezolanos en busca de un lugar donde establecerse y dedicarse a lo que más desea: consagrar su ciencia a la salud de los más humildes. Hace solo seis meses que ha alcanzado el grado de Doctor en Medicina por la Universidad Central de Venezuela. Entonces el rector Santos Dominici le había ofrecido ayuda económica para que montara un consultorio en Caracas. “¡Cómo le agradezco su gesto, Dr. Dominici!”, le respondió. “Pero debo decirle que mi puesto no está aquí. Debo marcharme a mi pueblo. En Isnotú no hay médicos y mi puesto está allí, allí donde un día mi propia madre me pidió que volviera para aliviar los dolores de las gentes humildes de nuestra tierra”. En agosto parte, pues, para Isnotú. Solo un mes más tarde escribe otra carta al doctor Dominici: “Mis enfermos todos se me han puesto buenos, aunque es tan difícil curar a la gente de aquí”. Se queja especialmente de las supersticiones tan arraigadas en los habitantes del campo.

         Así que a finales de diciembre lo tenemos montado en su mula camino a Mérida, por ver si la ciudad pudiera ser asiento de su proyectado consultorio. La idea es ir hasta San Cristóbal, pero solo llegará a Colón. En Valera sus amigos le esperan con una sorpresa. Han organizado un baile en su honor que durará toda la noche. Las muchachas se turnan para bailar con él, albergando la secreta esperanza de poder conquistarlo con sus encantos. Especialmente María Reimi, la más bonita, la Reina de la Fiesta, que se había hecho ilusiones desde que José Gregorio bailara con ella en otra fiesta unos meses atrás.

         A las cuatro de la mañana, trasnochado y cansado de tanto bailar, José Gregorio prosigue viaje hacia Timotes. La mula remonta con dificultad la vereda, más bien un estrecho barrial salpicado de lajas resbalosas que bordea el río Motatán, cuya estruendosa corriente no termina de despabilarlo al estrellarse contra los peñascos. A Timotes llega amaneciendo. Allí decide tomar el breve descanso que no tomó en Valera por andar de juerga. “Doctor, no pase usted el páramo, que está muy bravo. Hace tres días que no se ve el sol y no llega viajero de Mérida ni de Santo Domingo. La nieve debe estar pareja p’allá p’arriba. Mejor quédese una semanita y así nos remedia un poco, que buena falta nos hace”, le dice la gente.

         Pero el Doctor Hernández no puede quedarse. Al rato manda a ensillar la mula y sigue camino. No va solo. Le acompaña un baquiano, que si no, no se atreviera. Comienza a subir la larga y escabrosa cuesta y a mediodía llega al pequeño caserío de Chachopo, unas pocas chozas de adobe con estrechas rendijas en lugar de ventanas. Hace frío de verdad. La vegetación comienza a achatarse. Aquí y allá crecen frailejones de hojas afelpadas. Son las dos de la tarde pero parece que fueran las seis. Alrededor ya pueden verse las primeras cumbres nevadas.

         El baquiano tiene dificultad para respirar. El mismo José Gregorio siente náuseas y mareos. Pide al baquiano que se eche en el suelo y le toma el pulso. Ciertamente tiene disnea. “Se llama mal de páramo, doctor. ¿No se lo enseñaron en Caracas?” Descansan unos minutos antes de continuar la empinada cuesta lentamente, para después rodear el Collado del Cóndor, la eminencia blanca a cuyos pies nacen las corrientes del Chama, el Motatán y el Santo Domingo. Entonces comienzan a bajar hacia Mucuchíes. En los bordes del camino se ven los esqueletos de las mulas que han quedado emparamadas. Al pueblo llegan al caer la tarde y se hospedan en la única posada. José Gregorio da gracias a Dios de que no les haya cogido la noche en el camino.

         Arepita de trigo con queso ahumado y guarapo para hacer el cuerpo. El frío apenas los deja dormir. Por la mañana muy temprano manda que les calienten agua para asearse porque la de la habitación se ha coagulado. Un guarapito caliente, hacen avío y cogen camino. Al caer el sol están llegando a Mérida. Claro que le encanta la pequeña ciudad. Le parece limpia y ordenada. El clima agradabilísimo. La gente fina y cortés, los modales suaves y las ropas sobrias, tal vez un poco anticuadas para lo que ha visto en Caracas y aun en Valera. Piensa quedarse unos cinco días para conocer mejor la ciudad y para que la bestia descanse. Al caer la tarde recibe una tarjeta bellamente caligrafiada:

El Presidente del Estado Mérida y los miembros de su gobernación tienen el agrado de invitarle al baile de gala de fin de año, que tendrá lugar esta noche a partir de las 8 en los salones del Palacio de Gobierno.

Manda que le planchen el traje azul y la corbata negra, lo más elegante que había traído. Cuentan que bailó y disfrutó toda la velada, y que cuando el reloj de la Catedral dio las doce todo el mundo se quedó callado, y él también, como pensando en los suyos y diciendo una oración. Poco le duró el ensimismamiento. Al rato ya estaba otra vez bailando valses y bambucos, y en eso se estuvo hasta la madrugada.

Los caminos de Dios

         Pero una cosa son los planes de uno y otra los de Dios. A los días José Gregorio está de vuelta en Isnotú. Iba a contarle a su padre lo que había visto y pensado para pedirle consejo. Sin embargo se encuentra con que, a la vez que crece entre las gentes sencillas su fama de médico cabal y abnegado, también surge en las autoridades la desconfianza y la malquerencia, al punto de que parece que planean apresarlo y expulsarlo del Estado. El solo hecho de haber estudiado y que su padre sea un comerciante acomodado basta para que le tengan por “godo”.

         Claro que José Gregorio no va a esperar a que ejecuten sus planes. El 3 de abril de 1889 está saliendo de Isnotú para embarcarse en La Ceiba rumbo a Maracaibo, y de ahí, vía Curazao y Puerto Cabello, hacia la Guaira. En Caracas está el 9 de abril. Quiere seguir a Oriente, pero su decisión casi le cuesta la vida. El barco naufraga frente a Carúpano y se salva de milagro. Repuesto del susto, regresa a Caracas. Es entonces cuando sucede un hecho que cambiará su vida: el 5 de julio de 1888, pocos días después de que José Gregorio se graduara de médico, había asumido la presidencia de la república Juan Pablo Rojas Paúl. El nuevo presidente quiere dar un impulso a la medicina y está en busca de un joven científico que viaje a París, entonces capital de las ciencias y de las artes, a estudiar con los mejores y de paso comprar microscopios y demás instrumentos científicos que tanto necesita el país. Este criollo Prometeo formará a las nuevas generaciones de médicos venezolanos. La beca es “de 600 bolívares mensuales, por el tiempo que sea necesario”. Ha sido su antiguo maestro, Calixto Hernández, quien lo ha recomendado al mismísimo presidente. Hernández es brillante, juicioso y sabe idiomas ¿qué otro reúne esas condiciones? A comienzos de octubre de 1889 está zarpando de La Guaira rumbo a Le Havre, con escala en La Habana y Vigo.

         Los detalles de ese viaje y sus consecuencias, no solo para la formación científica de José Gregorio Hernández sino para el desarrollo de la medicina en Venezuela, han sido estudiados y debidamente sopesados. Pero en lo que respecta a su formación filosófica, falta por calibrar dónde la obtuvo y dónde la consolidó. ¿Quizás en París, como solaz de los estudios de bacteriología y microbiología? ¿O quizás, como pasó con Andrés Bello, la había obtenido desde sus estudios de Caracas y solo la complementó en Europa? Lo cierto es que el doctor Hernández, al escribir sus Elementos de filosofía en 1912, se pasea por ella con la seguridad con que se maneja en sus cursos de bacteriología.

La filosofía en Venezuela en tiempos de José Gregorio Hernández

         Los biógrafos cuentan que el niño José Gregorio aprendió primeras letras en la escuela de Isnotú, que llevaba Pedro Celestino Sánchez, un marinero de Maracaibo que había naufragado frente a la Guajira y desde entonces había querido llevar una vida más sosegada. Un día, el maestro Sánchez se presentó en casa de los Hernández para decirle a don Benigno, el padre de José Gregorio, que el pequeño “ya había aprendido todo lo que le podía enseñar”. Es entonces cuando don Benigno decide enviar a su hijo a estudiar a Caracas, primero en el famoso Colegio Villegas, donde se educaban los hijos de la élite caraqueña y donde no deja de recibir estímulos y premios (en gramática, aritmética, francés, latín, griego, geografía…); después en la Universidad, con expreso encargo de que estudiara medicina.

Ángel Cappelletti, en un libro fundamental para comprender la evolución de la ciencia y las ideas filosóficas en nuestro país, Positivismo y evolucionismo en Venezuela (Caracas, 1992), traza el más completo itinerario de una filosofía sobre la que se construyó buena parte de nuestra cultura y nuestra ciencia desde finales del siglo XIX hasta bien andado el XX. En efecto, ningún sistema filosófico influyó tanto en la política y en las ideas venezolanas como el positivismo, y viceversa, ningún país latinoamericano inspiró la acción política de toda una época en un sistema filosófico como el nuestro. Esto se debe sin duda a que la introducción del positivismo en Venezuela coincide con el ascenso al poder de Antonio Guzmán Blanco, el autócrata francófilo y civilizador, el “Ilustre americano”.

Como advierte Cappelletti, “la filosofía positivista tuvo sus primaras manifestaciones en Venezuela antes que en la mayoría de los países latinoamericanos”. Comúnmente se le tiene como fecha de nacimiento el célebre Discurso pronunciado en 1866 por Rafael Villavicencio en la Universidad de Caracas, solo dos años después del nacimiento de José Gregorio. Sin embargo, hacía cinco años que Adolfo Ernst había llegado a la ciudad con su maleta cargada de ideas cientificistas y evolucionistas. Ernst accederá a la cátedra de Historia Natural de la Universidad de Caracas ocho años después del Discurso de Villavicencio, en 1874. Es perfectamente comprensible el que, cuando un casi adolescente José Gregorio llegue por vez primera a la capital en 1878, las ideas de “orden y progreso” y el cientificismo evolucionista mezclado con el desarrollismo liberal y el anticlericalismo guzmancista se encuentran a la orden del día, aunque aún imperceptibles para los atónitos ojos provincianos de un jovenzuelo que apenas va a descubrir la ciudad. Muy diferente será cuando, ya con 17 años, se inscriba en la Universidad para cursar estudios de medicina.

         Cappelletti divide el positivismo venezolano en tres grandes períodos. En una primera etapa coincidirá con los gobiernos de Guzmán Blanco, como se ha dicho, entre 1870 y 1888. En esta etapa el positivismo se convierte en ideología de Estado y su impronta puede encontrarse no tanto en el quehacer científico y académico como en la obra “civilizadora” del autócrata. No de otra forma deben leerse actos de gobierno como el “Decreto sobre la Instrucción Gratuita”, la construcción de los primeros ferrocarriles y otras obras como el primer acueducto de Caracas, el Capitolio Federal y el Panteón Nacional, pero también escándalos como el destierro del arzobispo Guevara y Lira en 1870. También en el contexto de estas políticas debe entenderse la beca otorgada a Hernández para que llevase a cabo la modernización de medicina en el país, si bien esto se debe a su sucesor Rojas Paúl, como se ha dicho. En una segunda etapa, entre 1888 y 1908, ya el positivismo venezolano se expresa en la obra de los discípulos de Ernst y Villavicencio. Médicos como Luis Razetti, colega y querido amigo de José Gregorio con quien sostendrá una rica polémica a causa de sus ideas evolucionistas; lingüistas como Lisandro Alvarado; antropólogos como Julio César Salas; historiadores como Gil Fortoul y literatos como Manuel Vicente Romero García serán exponentes del positivismo de esos años. Finalmente, una tercera etapa coincide con la dictadura de Juan Vicente Gómez, entre 1908 y 1935, en la que destacan los nombres de intelectuales como César Zumeta, Jesús Semprúm, Luís Manuel Urbaneja Achelpohl y, sobre todo, Laureano Vallenilla Lanz y Rómulo Gallegos, casi todos científicos sociales o creadores literarios.

Puede así entenderse que la filosofía positivista haya marcado, directa o indirectamente, como influencia a veces o como rechazo, toda la formación y madurez intelectual de José Gregorio Hernández, quien vivió, recordemos, entre 1864 y 1919. Podemos también entender la difícil síntesis que significó, en estos años de materialismo cientificista, una vida dedicada a la ciencia aunque animada por las más profundas raíces cristianas.

La polémica con el doctor Razetti

         Tal vez la primera oportunidad en que veamos a prueba las convicciones cristianas de José Gregorio Hernández será en la polémica suscitada por quien sin embargo fue su sincero amigo y admirador, el doctor Luís Razetti. Razetti es solo dos años mayor que Hernández. Apasionado y polémico, también llegará a ser uno de los nombres más importantes de la medicina venezolana. Hijo de un comerciante genovés establecido en Caracas y de una nieta de Miguel José Sanz, se graduó en 1884 y, después de haber ejercido como médico rural en Lara, Zulia y los Andes, fue también a completar su formación en París. Si Hernández y Razetti se vieron en París es algo que no podemos confirmar, pero luce improbable sabiendo que José Gregorio llevaba en la capital francesa una vida casi monacal, consagrada a los estudios.

         Lo que sí se puede comprobar es que la Escuela Francesa dejó definitiva huella en la formación de ambos científicos, aunque es claro que de manera diferente. Razetti admira a Ramón y Cajal, y especialmente a Darwin y a Haeckel, por sus teorías evolucionistas. A su vuelta a Caracas da un formidable impulso a la cirugía y a la obstetricia, en 1902 funda el Colegio de Médicos y la Academia Nacional de Medicina en 1904, siendo su secretario hasta la muerte.

En realidad, la polémica entre evolucionistas, encabezados por Razetti, y creacionistas, empezando nada menos que por la Iglesia, había comenzado en febrero del año 1904, cuando Razetti dictó una conferencia ante los alumnos de medicina y de derecho en la Universidad. La conferencia fue publicada en los Anales de la Universidad Central de Venezuela (Vol. IV nº 1) y suscitó la más airada reacción por parte de la Iglesia, que se tradujo en cantidad de artículos aparecidos en los diarios “La Religión” de Caracas y “Eco Industrial” de Barquisimeto, firmados por el Presbítero Eduardo Álvarez. Estos artículos serán publicados después en forma de folleto por el Centro Católico Venezolano. También escribieron el arzobispo de Caracas, Juan Bautista Castro; el presbítero Dr. Crispín Pérez, de Valencia, y el Dr. Venancio Hernández, de Maracaibo, entre otros.

Es cuando Razetti acude a la Academia el 1º de septiembre y pronuncia un célebre discurso, en el que pasa revista una vez más a los hitos del evolucionismo y pide a la Corporación que se pronuncie a fin de solicitar a la Universidad que no se enseñen más en sus aulas teorías que se apartan de la verdad científica. “No deseo influir en ustedes”, dice a los académicos, “pero ninguno de ustedes puede concebir una Historia Natural no evolucionista, como no se concibe una geometría no euclidiana”. Razetti había conseguido trasladar la polémica al seno de la Academia. Durante cuatro meses se dieron, pues, acalorados debates, hasta que el día 12 de enero de 1905, considerada agotada la materia, fueron nombrados dos relatores, los doctores Dagnino y Pérez Díaz, que presentaron un informe favorable a Razetti en la sesión del 6 de abril.

Sin embargo nuestro médico quería más. Como Secretario de la Academia, el 1º de abril envía una circular a sus colegas donde les insta a definir su posición. Los académicos se sienten incómodos con la solicitud, que consideran polémica y les enfrenta innecesariamente a la Iglesia. Acceden finalmente, lo que nos da una idea de la incontestable ascendencia que tiene Razetti sobre sus colegas. Los académicos votan. De 35, 25 lo hacen a favor, 4 en contra y 6 se abstienen. Por supuesto que el del doctor Hernández está entre los votos en contra. Su respuesta es meridiana:

Hay dos opiniones usadas para explicar la aparición de los seres vivos en el Universo: el Creacionismo y el Evolucionismo. Yo soy creacionista. Pero opino además que la Academia no debe adoptar como principio de doctrina ninguna hipótesis, porque enseña la Historia que al adoptar las Academias científicas tal o cual hipótesis como principio de doctrina, lejos de favorecer, dificultan notablemente al adelantamiento de la Ciencia (cit. por Suárez y Bethencourt, José Gregorio Hernández del lado de la luz, Caracas, 2000, pp. 160-161).

Tan ponderada posición debió tener alguna influencia en la Academia, cuando en su pronunciamiento final expresa, a pesar de los resultados de la votación, que no otorga a ninguna posición científica “el carácter de una verdad indiscutible”.

La polémica, sin embargo, dista de haberse saldado. Siete años más tarde, con motivo de la publicación del libro que nos habrá de ocupar de inmediato, los Elementos de filosofía de José Gregorio Hernández, Razetti llamará la atención sobre el hecho de que el autor, “deísta, animista, católico ortodoxo –pero también hombre de ciencia”, parece acercarse ahora a las hipótesis evolucionistas a las que antes se había opuesto. Hernández, en efecto, ahora declara que “la teoría de la descendencia (…) es mucho más admisible desde el punto de vista científico” y que “explica mejor el encadenamiento de los seres que pueblan el mundo”. Sin embargo, considera que “ésta puede armonizarse con la Revelación”, pues “la primera operación de Dios (…) fue la creación de las fuerzas físicas y de la materia” y “luego creó Dios la vida” en “algunas formas elementales, de las cuales habrían de derivarse en una evolución no interrumpida, las especies zoológicas actuales, con todos sus representantes”. Como notan Duplá y Capriles (Se llamaba José Gregorio Hernández, Caracas, 2018, p. 98), será en tiempos de Pío XII, cuarenta años después, que esta posición sea admitida oficialmente por la Iglesia.

Un médico prestado a la filosofía

Guardo en mi biblioteca un curioso libelo, más bien un cuadernillo, que es una selección de escritos de José Gregorio Hernández titulado Sobre arte y estética (La liebre libre, Maracay, 1995). El librito, además, lleva una introducción escrita por otro trujillano: Juan Carlos Chirinos. Se trata de una selección de unos pocos capítulos sobre temas filosóficos y estéticos tomados de dos de las obras escritas por José Gregorio Hernández: el “Prólogo” y unos “Preliminares”, así como los capítulos Primero (“La Belleza”) y Segundo (“El Arte”) del Tratado Tercero (“La Estética”) de sus Elementos de filosofía. El libro, más bien un manual, está dividido en tres partes: una dedicada a las Ciencias Psicológicas, otra a las Ciencias Metafísicas y la última una pequeña Historia de la Filosofía. Elementos de filosofía fue publicado en 1912 por la tipografía El Cojo y ese mismo año tuvo dos ediciones (habrá una edición post-mortem de 1959). Cierra la selección un texto titulado “Visión del arte”, aparecido en el número 491 de la revista El Cojo Ilustrado (Caracas, 1º de junio de 1912, pp. 298-300). Todos estos textos han sido tomados respetando la edición de las Obras Completas de José Gregorio Hernández, compiladas y anotadas por Fermín Vélez Boza y publicadas por la Universidad Central de Venezuela (Caracas, 1968, 1277 pp.).

         La importancia de los Elementos de filosofía radica quizás no tanto en lo que dice sino, más aún, en lo que significan. Obra de madurez, el libroadopta el tono seco, esquemático y didáctico propio de los manuales de filosofía. También la expresión clara y segura del buen pedagogo que era su autor, y que por cierto ya se acerca a los cincuenta años. Dado su aspecto de simple manual, quizás sorprenda saber que se trató de una obra muy querida para José Gregorio, un médico convencido de que su noble oficio debe basarse en la más sólida formación filosófica y moral, a la vez que en una rígida disciplina mental. Cuán querida le es esta obra, lo dice claramente en una carta a su amigo Dominici:

Para todo el mundo este libro no es otra cosa que un resumen banal de filosofía, pero a ti te confieso que esa pequeña obra es casi una confidencia, pues en ella están tratadas las cosas que más he amado en mi vida, son mis más caros afectos que lanzo a la calle (cit. por Suárez y Bethencourt, op. cit., p. 134).

“La filosofía es el estudio racional del alma, del mundo, de Dios y de sus relaciones”. “Se llama Ciencia al conjunto metódico de las causas y razones relativas a un objeto determinado” (p. 13). “La filosofía no es una Ciencia en el concepto moderno de dicho término, sino una agrupación de Ciencias” (p. 14). “Se llama estética la ciencia que estudia la belleza. La estética se divide en dos partes: la primera trata de la naturaleza de la belleza y de sus efectos; la segunda estudia el Arte, que es la realización sensible de la belleza. La belleza puede ser considerada subjetiva u objetivamente”. “El sentimiento estético es desinteresado, universal y necesario” (p. 17); “Lo verdadero no es lo bello, porque a lo verdadero le falta el esplendor propio de la belleza”; “Lo feo es lo contrario de lo bello. La fealdad es una carencia, es la falta de la armonía y del orden”; “La belleza puede ser natural, artística o moral. La belleza natural es la belleza de los seres del universo. Una bella noche de verano. El bellísimo lago de Maracaibo” (p.19); “La belleza moral es la producida por los actos correspondientes a la voluntad libre. El perdón de las injurias, las obras de caridad son de una gran belleza moral” (p. 20).

         Llama la atención el que un libro como este, de lectura ardua y dura, haya agotado dos ediciones en una ciudad como la Caracas de 1912. O tal vez dice mucho del prestigio que ya entonces acumula su autor en la pequeña capital. El doctor Hernández es en este momento un conocido médico y científico que impecablemente detenta las cátedras de Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología en la Universidad Central de Venezuela. Hace ya más de veinte años que volvió de hacer su postgrado en París, trayendo por primera vez un microscopio al país. Fundó la primera Cátedra de Bacteriología de América y fue cofundador de la Academia Nacional de Medicina junto a su amigo Razetti. Ha publicado diez artículos científicos, casi todos en la Gaceta Médica de Caracas, y un libro de carácter docente, los Elementos de Bacteriología (Caracas, Tipografía Herrera Irigoyen & Cía, 1906, 111 pp., 2ª ed. 1922), sobre el que un médico como Luís Razetti se ha deshecho en elogios. Dicen que habla inglés, francés, alemán, portugués, italiano y que además domina el latín, y encima, toca piano. A más de su reputación acendrada de piadoso y bueno, en ese pueblo grande que es Caracas en 1912 todos saben que el doctor Hernández es, pues, una eminencia, o para decirlo en buen criollo, “una lumbrera”.

         Más interesantes aún, me parece, son algunos de los conceptos que emite en el “Prólogo” de su libro filosófico. Dice que “el alma venezolana es esencialmente apasionada por la filosofía. Las cuestiones filosóficas le conmueven hondamente, y está siempre deseosa de dar soluciones a los grandes problemas que en la filosofía se agitan y que ella estudia con pasión” (p. 12). Esta afirmación ha llamado la atención de algunos. Pero ¿de qué filosofía nos está hablando el doctor Hernández? Sin duda no de la filosofía académica, sino de una filosofía vivencial, la que rescata los grandes problemas humanísticos de la tradición socrática: el amor, la paz, la justicia, la belleza, la amistad, la felicidad. Así era en la antigüedad: no se era filósofo porque se sabía de filosofía, sino porque se la vivía. A esa filosofía vivencial y personal se refiere el sabio trujillano: “Dotado como los demás de mi nación, de ese mismo amor, publico hoy mi filosofía, la mía, la que yo he vivido”.

         Mucho más interesante desde el punto de vista literario es su “Visión del arte”, segundo de los cuatro textos literarios publicados en El Cojo Ilustrado entre junio de 1893 y septiembre de 1912 (se conserva además uno inconcluso: La verdadera enfermedad de Santa Teresa de Jesús, de 1907). “Visión del arte” es, dicen algunos, una “fantasía literaria”, o como gusta decir a la crítica moderna, una “autoficción” de no disimulados tonos modernistas. Y es que en esa irrepetible síntesis que es su alma, el hombre que ayuna y se autoflagela en secreto, y sueña con convertirse en cartujo, es también un esteta.

En “Visión del arte”, el autor cuenta una ensoñación que tiene, en la que se le aparece un ser indefinido vestido de una resplandeciente túnica blanca que lo transporta a la mansión de las artes. Allí contempla en visión magnífica a las personificaciones de todas las artes sentadas en sendos tronos, hasta que se levanta la más augusta y gloriosa y comienza a recitar, “con voz no terrenal”, los primeros versos de la Ilíada. El protagonista la reconoce de inmediato: “¡Poesía! ¡Eres de todas las bellas artes la más excelsa! ¡Eres el arte divino!” (p. 29). La visión le va transportando a lugares fantásticos en los que paisajes y sensaciones alegóricas se mezclan de manera confusa. Finalmente nuestro autor vuelve en sí: “Traté de ver si la aparición estaba a mi lado como antes y nada pude distinguir. Hice un esfuerzo mayor para abrir los ojos y mirar a mi alrededor, y entonces fue cuando empecé a volver a la realidad. Tan luego como pude coordinar mis ideas me puse a recordar lo que me había sucedido, y pronto comprendí que era todo aquello una simple visión producida por el cansancio y el estado atmosférico” (pp. 33-34).

Uno y muchos

         La historia registra las vidas de muchos santos que también han sido filósofos. Pienso en Agustín de Hipona o Tomás de Aquino. Fueron ante todo santos que buscaron conciliar la gran tradición filosófica de los antiguos con los dogmas de la fe. Después Tomás Moro cumpliría el máximo sacrificio no sin antes de contarnos la primera de las utopías. José Gregorio Hernández, en cambio, quiso poner la filosofía, su filosofía, al servicio de la práctica de la ciencia, lo que es lo mismo que decir de los hombres, y por tanto de Dios. Como nota Tomás Straka en un memorable artículo (“El doctor Hernández, santo de la democracia y la modernidad”, Prodavinci, Caracas, 28 de junio de 2020), Hernández no experimentó el éxtasis ni sufrió estigmas. Ni siquiera pudo llegar a ser religioso, pues fracasó en el intento. Fue en cambio uno de los mejores médicos de Venezuela y quizás de Latinoamérica. Fue un científico y un filósofo, un médico, un filántropo y un humanista, afortunada síntesis donde las haya. Y en tal sentido, fue un gran modernizador. Su fama en vida emanó de la ciencia y de la razón como de su piedad, pero una ciencia y una razón puestas al servicio de Dios y de los hombres. Por eso su culto surgió del pueblo a los altares y no al revés. En ese sentido, y a contracorriente, José Gregorio Hernández, su vida y su legado, son un caso particularmente venezolano. Aquella muchedumbre doliente que gritaba “¡El doctor Hernández es nuestro!”, cuando la tarde de su sepelio reclamaba su ataúd para llevarlo en hombros al cementerio, en realidad no tenía idea del tamaño de la verdad que decía.

         “La distancia nos lo ha deformado en un centauro: mitad santo, mitad mito”, dice en su prólogo Juan Carlos Chirinos. Sin embargo, quién podría dudarlo, José Gregorio Hernández es uno de los grandes espíritus que ha producido Venezuela, una de sus más ricas y multifacéticas personalidades. Y es mucho más que eso. Quizás su primer milagro haya sido haber podido tener una vida útil y productiva en aquella tierra bárbara y violenta de finales del XIX y comienzos del XX. Si el presidente Rojas Paúl supo captar su talento y ponerlo al servicio de la ciencia, a Hernández le tocó vivir las “revoluciones” y la inestabilidad que culminaron con el ascenso y caída de Cipriano Castro, para después morir bajo la tiranía de Juan Vicente Gómez. De hecho, la gran mayoría de sus textos filosóficos y literarios se publicaron en las semanas previas al cierre de la Universidad Central de Venezuela, el 1º de octubre de 1912. Inteligencia mística y religiosa, supo ver con clarividencia los límites del positivismo de moda en aulas y laboratorios, “que es puramente fenomenal”, como decía, aunque vivió impregnado del cientificismo de los tiempos. Sin duda su mayor mérito fue el haber sabido unir la fe y la razón, y haber puesto serenamente el producto feliz de este fecundo maridaje al servicio de su tierra y de su gente.

Lo tuvo muy claro: “Mas si alguno opina que esta serenidad, que esta paz interior de que disfruto a pesar de todo, antes que a la filosofía, la debo a la Religión santa que recibí de mis padres, en la cual he vivido y en la que tengo la dulce y firme esperanza de morir: Le responderé que todo es uno” (Elementos de Filosofía, “Prólogo”, p. 12).

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