INCORPORACIÓN DE LA DRA. PATRICIA ROSENZWEIG LEVY A LA ACADEMIA DE MÉRIDA COMO INDIVIDUO DE NÚMERO

Por: Dr. Ricardo Gil Otaiza

 


Rara avis es la Academia de Mérida, en la que la confluencia de expertos en diversas áreas del conocimiento trae consigo la noción de la multidisciplinariedad, que busca, más allá de los límites de los saberes establecidos desde los tiempos de la razón ilustrada (hoy interpelada por la postmodernidad), desentrañar los límites entre la verdad aceptada y el camino en la  conquista de lo que los alquimistas denominaban la Piedra filosofal; es decir, aquello que es capaz de ponernos a las puertas de la ansiada inmortalidad (que podría traducirse hoy como la verdad de todas las cosas: la comprensión de nuestro mundo y de otros mundos). En un extraordinario relato de Jorge Luis Borges, titulado La rosa de Paracelso, incluido en su libro La memoria de Shakespeare, se nos narra con una maestría rayana en excelsitud, un inteligente diálogo entre Johannes Grisebach (aspirante a discípulo) y Paracelso (llamado también Theophrastus), el gran alquimista, médico y astrólogo suizo de finales del siglo XV, quien en un arrebato de soledad “pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo”. De entrada se nos narra el ambiente sobrio y enigmático en el que el maestro juega a ser eterno, entre polvorientos alambiques y atanores, que forman parte de su perenne arte en busca de la transmutación de la materia (aquí entra en juego la cábala). Es de noche, el fuego de la chimenea produce “sombras irregulares” (fantasmagoría que nos imbuye en una atmósfera rica en matices), y de pronto tocan a la puerta (tensión a la espera de algún desenlace). Un Paracelso cansado y somnoliento se levanta, abre una de las hojas y deja pasar a su taller a un desconocido, quien luce cansado y fatigado por el largo viaje hecho en busca del maestro.

Después de una larga pausa, en la que los dos personajes no dialogan (lo que refuerza la tensión inicial), Paracelso irrumpe con fuerza: “Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente (…). No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?” (la mención a los puntos cardinales no es en vano; trae consigo cierta definición en cuanto a contextos geográficos y también implicaciones cosmogónicas). De entrada el desconocido responde: “Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes”. Sin mediar otra acción, saca del talego muchas monedas de oro y las deja caer sobre el mesón. Lo de las monedas no inquieta tanto a Paracelso, acostumbrado (suponemos) a recibir toda clase de ofertas a cambio de sus prodigios, como sí el ver una rosa en la mano izquierda del visitante. La rosa como símbolo está presente a todo lo largo de la obra de Borges y, como se ha de suponer, apareja también una ingente carga esotérica por representar el “secreto guardado” al que no acceden sino unos pocos iniciados.

De pronto, Paracelso increpa al joven: “Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo”. Como se observa, ya el autor despeja el camino de la historia al anunciar que el maestro no lo aceptará como su discípulo, pero al mismo tiempo nos muestra una extraordinaria paradoja centrada en el elemento “oro”. La transmutación de la materia fue siempre afán de los alquimistas y por esta vía muchos buscaron convertir metales y otros materiales en oro. La búsqueda de la piedra filosofal implicaba también un afán de eternidad por la vía de la prolongación de la existencia humana. El pasaje narrado por Borges nos muestra, no solo la profunda contradicción del discípulo que ofrece oro a quien suponía lo podía alcanzar por su arte, sino el anhelo de inmortalidad por parte de la humanidad, y los caminos extraviados en su búsqueda.

El visitante angustiado, frente a la inesperada reacción del maestro, expresa: “El oro no me importa (…). Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra”. Respondió Paracelso: “El camino es la Piedra”. Esta frase encierra la extrema complejidad metafísica del texto y su comprensión implica en todo caso el ascenso a la sabiduría. Insiste el viajero: “Es fama que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de las cenizas”. “Eres muy crédulo -dijo el maestro-, y agrega: Te digo que la rosa es eterna y que solo su apariencia puede cambiar”. Con brusquedad el joven lanzó la rosa al fuego. Al cabo de unos minutos era ceniza, esperó con ansias las palabras y el prodigio, pero nada sucedió. Nos dice el narrador: “El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso”. Antes de marcharse el joven recogió las monedas de oro y las devolvió a su talego, y el maestro lo despidió al pie de la escalera.

Sin que medie mayor tensión en lo narrado, suponemos que un maestro derrotado y humillado regresa a su alquimia, a su perenne búsqueda de lo imposible, pero otra cosa es la que sucede. Leamos a Borges: “Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió”.

***

Hoy continuamos en la búsqueda de la Piedra filosofal, del portento que nos convierta en seres que podamos trascender la finitud de nuestra propia naturaleza biológica, que a manera de un ignoto reloj interno nos cuenta los segundos, los minutos y las horas que permaneceremos inexorablemente sobre este convulso planeta. A diferencia de los tiempos de Paracelso, dicha tarea corresponde hoy, ya no a los alquimistas, sino a sus no muy lejanos herederos, los científicos, quienes desde las diversas áreas del conocimiento, y armados con equipos sofisticados (sucedáneos si se quiere de atanores y alambiques) buscan con denuedo remedios para nuestras incertidumbres. ¿Tendrán alguna vez los científicos la fortuna de hallar la clave de la perennidad y de la existencia sobre la Tierra, y que como en el cuento de Borges la rosa renazca de las cenizas? No lo sabemos. Es más, ni siquiera estamos ya tan seguros de anhelarlo como en otros tiempos, no vaya a ser que como en otro texto literario, Las intermitencias de la muerte, pero esta vez del novelista portugués, Premio Nobel de Literatura José Saramago, un día amanezcamos con la sorpresa de que ya la muerte no existe y comience entonces el gran caos y la desesperación en un mundo desbocado, en el que ya nada importe si no existe la muerte. Desaparecen así por innecesarios los más nobles principios, las religiones pierden su sentido a lo tener ya ofertas que les sirvan de anclaje en sus preceptos y doctrinas; devienen también el hastío y el aburrimiento hasta que se busquen mecanismos para forzar de nuevo la muerte, lo que trae consigo corrupción y un estado de deterioro tal que la vida se vuelve un imposible. Lo que había sido desde tiempos remotos el más grande anhelo de la humanidad, se transforma de pronto en horror y en sinrazón.

Pero en el ínterin estamos nosotros, hijos de la modernidad y de lo fáctico; hijos por consiguiente de la ciencia y de su método. No somos personajes literarios salidos de las páginas de los libros, sino seres de carne y hueso, que vamos tras la quimera de referentes que nos permitan una existencia plena. Los científicos de hoy buscan indagar la vida más allá de las fronteras de nuestro mundo, hasta el punto de hacer de sus hallazgos encuentros con eso que desde antiguo denominamos como el Universo. Por cierto, esta tarde, uno de esos paladines de nuestra ciencia, una de esas mujeres que ha entregado su  existencia a la búsqueda de nuevos referentes acerca de los astros, que nos permita tener una visión de una totalidad (que se nos hace inconmensurable e incomprensible), ingresa como numeraria. La Dra. Patricia Rosenzwey Lévy, prototipo de la académica cabal, celosa guardiana de la labor de investigación en la Facultad de Ciencias desde hace varias décadas, es fiel representante de aquellos viejos científicos en su empeño por hallar la Piedra filosofal: no ya para transmutar metales en oro o en plata (que no estaría tan mal en medio de nuestra crisis), sino con el ardiente deseo de alcanzar desde las ciencias (en el presente caso la física) respuestas frente a lo ignoto. Y, por qué no, de poder anunciar alguna vez a la humanidad, tal como lo fabula Saramago en su obra ya citada: “hemos vencido la finitud, la temporalidad”: hemos comprendido a las estrellas. Hoy, esta mujer, esta científica, esta dama de nuestra Academia asciende con inmensos méritos académicos y morales a Individuo de Número de nuestra institución. En nombre de la misma, tendrá la compleja tarea de recibirla nuestro insigne poeta, Segundo Vicepresidente, Dr. Adelis León Guevara, Individuo de Número Sillón 3, quien, a decir verdad, no es físico de profesión ni astrónomo de oficio, pero desde su vasta obra en verso nos sublima los sentidos hasta que alcanzamos los espacios cosmogónicos y los linderos siderales. ¿Quién mejor que él, entonces, para recibir a tan egregia dama que a partir de hoy ostenta un sillón en esta, su vieja casa?
¡Enhorabuena Dra. Patricia! Y mil gracias al querido poeta Adelis León Guevara, por aceptar con tanto cariño y disciplina la elevada responsabilidad de esta tarde.

Dr. Ricardo Gil Otaiza

Profesor Titular (J) de la Universidad de Los Andes. Ex decano de la Facultad de Farmacia y Bioanálisis. Escritor. Presidente de la Academia de

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