Por: Prof. Freddy Antonio Torres González
El impresionante libro de George Pitcht, Arte y Mythos (1986), nos habla de las raíces de nuestra cultura, a la cual atribuye una doble ascendencia: el regalo de los griegos a la humanidad fue la diferencia entre lo verdadero y lo falso, y el regalo de los judíos, la diferencia entre lo bueno y lo malo.
Todo esfuerzo por conciliar ambas sentencias ha de fracasar, porque ambas dádivas se deben a distintos enfoques de concebir lo que más nos toca de cerca. Ahora bien, ¿Cuál es la tarea del teatro sagrado en el mundo?. Aquilato que hemos sido víctimas como seres humanos de dos irreconciliables maneras de pensar, derivadas de dos complejas epifanías. Hay diferencias de enfoques entre los conceptos latinos y las experiencias griegas sobre todo en el vocabulario de los pensadores romanos, sean estos estoicos o epicúreos, cínicos o sincretistas. De manera tal que desde el nacimiento del cristianismo se consumó un velo que oculta cabalmente lo que los filósofos iniciales de los griegos en realidad habían postulado.
La época helenística romana con su metafísica anti- aristotélica es el primer obstáculo para interpretar el período arcaico, de la edad de oro del pensamiento inicial, la era de Anaximandro, Parménides y Heráclito; hay una íntima correspondencia que se ha incorporado al mundo latino, entre el pensar metafísico y la política imperialista que Heidegger ha señalado en su libro, Parménides (1984).
La política imperialista se refiere al ejercicio del poder, es curioso notar que los griegos no tuvieron un equivalente para la palabra “ voluntad”, la cual ha perdurado en la filosofía occidental hasta encontrar en la certeza de Nietzsche de la “voluntad de poder”. Por eso no comprendimos lo que quiso decir “alétheia”, la verdad en griego, o el acceso a ella, cuando la asociamos a la no-ocultación o al descubrimiento del Ser. Por ello tenemos que renunciar como sugiere Pitcht, a la fascinación por el poder.
El regalo de los judíos: la diferencia entre el bien y el mal. Muy bien, pero siempre será en función del Mesías esperado, o que ya llegó para el cristianismo quien habrá de decidir entre los justos y los pecadores, entre los elegidos y los pecadores.
El Juicio Final de Miguel Ángel, plasmado en el fresco de la Capilla Sixtina es un ejemplo palpable. A un lado los buenos, al otro los malos, eso se presta para anunciar el esquema de los fanáticos, legionarios de Cristo, cuya síntesis existencial sería: Yo soy el que soy, encarno el bien, mi enemigo es, por lo tanto, mi antítesis, el mal. Y en ese enredo anda la política imperial de la cultura Occidental. Cada país, cada iglesia, secta o grupo político, individuo que, en su afán de prevalecer sobre el otro, se atribuye la posesión exclusiva del bien como arma destructiva para prevalecer, someter por la fuerza de la razón como un arma destructiva para vencer a su adversario.
Naturalmente no podemos, o mejor dicho el teatro no puede exigirle al hombre que renuncie a su voluntad de dominio, ya que de esto se trata, de manera pues que, estamos muy lejos de aquel abandono del poder, que es la previa condición indispensable, según Pitcht, para alcanzar a la verdad del Ser. En ese afán de poderío desata la crueldad de los que quieren salvar las “almas” de los pecadores, la miseria de aquellos que creen poseer la verdad, condenando al infierno a sus rivales que no comparten sus elucubraciones sesgadas. Nietzsche en la Genealogía de la Moral, nos da un ejemplo del fanatismo en la era del neoliberalismo, citando las palabras de Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica: “Los bienaventurados verán el reino celestial las penas de los condenados para que la bienaventuranza les satisfaga más”, y esto es muy suave si se compara con las palabras de Tertuliano, un patriarca de la Iglesia: ¡Qué espectáculo tan grandioso entonces¡ ¡De cuántas cosas me reiré¡ ¡De cuántas cosas me asombraré¡ ¡Allí gozaré¡ ¡Allí me regocijaré contemplando a tantos reyes, de los que se decía que habían sido recibido en el cielo, gimen en profundas tinieblas, junto con el mismo Júpiter y con sus mismos testigos!”
De ahí que el teatro contemporáneo se ha ocupado en desentrañar la antítesis bien-mal que frecuentemente se confunde con la de verdad-error (o falsedad), así que las testas coronadas sedientas de más poder no sólo dicen lo que ellos postulan como el bien sino la verdad: la religión verdadera, la verdadera democracia, el arte verdadero, el arte y el discurso estético- político que imponen. El teatro griego, pensaba la verdad como desocultación, lo que no implica necesariamente que lo desocultado sea en sí un bien, comprendemos por ejemplo, que lo que Esquilo hablaba de lo sagrado no se refería a esta verdad (alétheia) sino algo que ellos, la escena opone a la mentira a través de la interpretación de los Oráculos por los héroes trágicos, la peripeteia, la anagnóresis, la mímesis de la acción verdadera humana para desentrañar los misterios de los dioses.
En efecto, lo sagrado parece ser la única experiencia que nos puede preservar del empuje mortal del nihilismo moderno. Si queremos dar crédito a Nietzsche, la corriente nihilista que se remonta a Platón y al cristianismo incipiente de manera seductora, ha actuado de manera reductora hasta alcanzar nuestra época. Podemos decir que el nihilismo resulta ser una “radical negación de valor, sentido, deseabilidad”, se ha manifestado de modo abierto en la filosofía y el arte sobre todo en el siglo pasado, revelándonos su capacidad de destruir todo aquello que constituía nuestra certeza, o sea, lo que nos permitía vivir con alguna seguridad, o por lo menos con menos zozobra a la que hoy observamos.
La “apatridad” para Heidegger se ha traducido en el destino del hombre contemporáneo, ese desarraigo de la tierra natal, ese desprecio por el otro, es también un síntoma del “olvido del ser”, palabras con lo cual el filósofo caracteriza al nihilismo. ¿Podría acaso la experiencia sagrada del teatro esquiliano oculto y con el temor al dictado de los dioses, ayudarnos a olvidar ese olvido?. ¡Sin duda alguna!. Se trataría de una rememoración del Ser como un pensar en lo sagrado (Andeken), un pensar en lo sagrado a través del teatro por lo menos cuando se recrea la experiencia del actor que interpreta los clásicos griegos como Esquilo y Sófocles, es decir, en el conocimiento de la Teogonía y su manera de pensar a personajes, semidioses como Edipo, Antígona, Electra, Orestes, Agamenón, Clitemnestra, Medea. Este pensamiento reinventa a un actor- aedo que se olvida de actuar al personaje celestial, deja obrar en escena a un héroe que se conduce y lucha por sí mismo, no lo actúa, para que se traslade a través de la mímesis estática que la trama le ha impuesto construir asumiendo el rol de Dionisos que se transforma en todos los grandes caracteres de la tragedia griega. Es Dionisos que se transfigura en Edipo y Antígona, para cumplir el designio de los dioses que el autor invoca para desocultar la trama de acontecimientos de la reversión peripatética. NI más ni menos, ese es el misterio de la interpretación que los actores nunca descifran o no se atreven a manifestar el proceso de encarnación de los caracteres que habitan toda la tragedia ática: el designio del oráculo que se transforma en mito actuante pare desvelar lo que los dioses le tienen reservados a los hombres.
Desde luego, la antigua verdad para los griegos es una alétheia, una no-ocultación que no tiene por lo tanto su contrapuesto en el error o la mentira, sino en el olvido, que equivale a la ocultación, o sea, al olvido del Ser. Por cierto el profundo y espléndido estudio que el director, autor e investigador venezolano Carlos Dimeo presenta un capitulo del libro Clásicos en Escena Ayer y Hoy de la Universidad de Coimbra, que se denomina Presencia reales- Presencias escénicas: modos representacionales y puesta en escena de la tragedia griega ayer y hoy (pág. 191- 219) plantea de una manera inteligente y lúcida el tema de la trama y esencia en la interpretación: la función mimética en Prometeo encadenado de Esquilo, por el actor contemporáneo un problema paralelo a la referencia metafórica en la esfera de la actuación del personaje trágico:
“Trama, dice Aristóteles, es la mímesis de una acción. Se distingue en su momento, tres sentidos, del término mímesis: reenvío a la pre comprensión familiar que tenemos del orden de la acción, acceso al reino de la ficción y nueva configuración mediante la ficción del orden pre comprendido de la acción. Por este último sentido, la ficción mimética de la trama se acerca a la referencia metafórica. Mientras que la re descripción metafórica en el campo de los valores sensoriales, pasivos, estéticos y axiológicos, que hacen al mundo una realidad habitable, la función mimética de las relaciones se manifiesta preferentemente en el campo de las acción y de sus valores temporales” (P. Ricoeur, 2011: 34).
Por cierto, Nietzsche concibió un dios verdadero, a la vez destructor y creador como un artista-actor encarnación de su Más allá del bien y del mal; me estoy refiriendo a Dionisos, cuyo nuevo advenimiento constituye una de sus ilusorias esperanzas. Este dios arcaico, Dionisos, es el protagonista auténtico de los héroes trágicos de Esquilo y Sófocles. El actor aprende a conducir o es conducido por el dios en escena como ocurre en la tragedia griega en cuanto dioses nuevos que utilizan la energía divina y celestial que los inspira para emanar desde el dios los conflictos y desenlaces de la trama. Para el espíritu griego Dionisos representa los anhelos de un buscador de dios y de lo sagrado en escena ese es su modo de asumir la tarea de conducir las tareas del dios. Por cierto lo sagrado parece ser la única experiencia que nos puede preservar del empuje del nihilismo contemporáneo. Este ha roto nuestro siglos de las luces, todos los diques, inundando la tierra supuestamente de la racionalidad Occidental. Si queremos dar crédito a Nietzsche , la corriente nihilista perversa ha actuado de una manera subterránea hasta alcanzar nuestra época.
El homo religiosus en el sentido de Holderling y de Heidegger, el pensar y el agradecer tienen la misma raíz en alemán. Por eso las gracias fueron, según el mito griego, una deidades, las Charites. Quien piensa de verdad, y no sólo razona, sería un agradecido que ha entrado al territorio del actor en el mismo acto de pensar, y en el territorio de lo sagrado, pues al dirigirse a las Charites, él mismo está rememorando al Ser. Denken- Danken: es una equivalencia y se patentiza el parentesco entre el pensar y lo sagrado de actuar para el actor inspirado en la tragedia. El actor griego antiguo dejaba entrar a la Charites en su accionar y en su traslado mimético de Dionisos oculto en la máscara y el coturno del dios antiguo griego. Charites se llama de la Ilíada de Homero, la esposa de Hefesto, el deforme dios herrero, quien es sin embargo el dios protector de los artistas plásticos que como creadores artesanos gozan de la reputación que hoy se le da. Según este Mithos, Hefesto, que crea las obras bellas, entre otras las máscaras y coturnos de los actores requeridos por los dioses, no puede ser, él mismo, hermoso, sino ser un contrahecho, de cuyos torpes movimientos se ríen a carcajadas hasta las lágrimas las otras divinidades. Los filósofos lo llaman el Bufón de la corte de los dioses, para diferenciarlo de los demás dioses olímpicos. Como Bufón de Dios, goza de ciertos privilegios, pudiendo intervenir como actor enmarcado en las querellas entre los dioses para apaciguarlos. Y, a pesar de su deformidad, él posee a Charis como su mujer, lo quien podría significar que él mismo la ha creado, como ha creado las doncellas de oro que lo ayudan en sus trabajos.
En la Odisea, Hefesto se convierte en el hazmerreir de las diosas cuando los hace testigos de los adulterios de su mujer que ahora se llama Afrodita, a quien atrapa en sus redes de hierro junto a su amante, Ares. Todos las divinidades se quedan asombrados, no obstante que el cojo, haya podido capturar tan hábilmente al más escurridizo de los dioses, a Ares. Pero cuando Hefesto libera, a la pareja, Afrodita encuentra su refugio al lado de las Charites, que la bañan y la ungen, produciéndose una “reintegración prístina” que hace resplandecer de nuevo su belleza. Y así se presenta, ante las divinidades, las Tres Gracias, a veces el áurea de Afrodita entre ellas y alegrando con su encanto a todo el Olimpo. Federico Sheller al mostrar a Afrodita junto a Hefesto, en una estrofa como el más alto regalo que pueden otorgar los dioses a los mortales:
“Bienaventurados aquel a quien os dioses, los propicios, amaban aún antes de nacer, a quien Venus, en sus brazos mecía.
Él, quien antes de venir aquí le perteneció ya toda la vida, antes de realizar esfuerzo alguno ha conseguido la Charis”.
Regresando al trabajo del doctor Carlos Dimeo sobre las Presencias reales- Presencias escénicas y los modos representacionales, me gustaría comentar sobre su esquema teórico sobre la función mimética que aclara mucho el arte de las narraciones. Dice Dimeo: “No ponemos en duda el carácter representacional del núcleo escénico, pero en tanto que el teatro no es imitación de la realidad, la imagen escénica no funciona sin acción pura. La visión de que el teatro es una representación de la realidad está reñida única y exclusivamente al pensamiento moderno y a sus interpretaciones. Puesto que, y ahora si, ni el actor griego, ni el contemporáneo quieren imitar nada. Incluso, si podemos agregar, en palabras de Nietzsche, el actor real no busca mostrar la realidad, sino que está dentro de ella representándola en términos de acción. Dice Nietzsche: “ en el actor teatral, intenta alcanzar el modelo del hombre dionisíaco, poeta, cantor, bailarín instintivo, pero como hombre dionisíaco representado. El actor teatral intenta alcanzar el modelo del hombre dionisíaco en el estremecimiento de su subliminidad, o también en el estremecimiento de la carcajada; va más allá de la belleza, sin embargo no busca la verdad”.
Visto esto, volvemos a la metáfora que narra el mito que analizamos. Afirma Dimeo, que el actor en su encuentro con el Oráculo descubre a Edipo y los acontecimientos de un final que por supuesto es inevitable. Pero ese saber actúa contra la inteligencia, más bien contra su pensamiento de manera indolente. Edipo ciego, después de haberse arrancado los ojos con sus propias manos, se infringe a través de este castigo que es bastante frecuente en otros relatos de la tradición cultural griega, la culpa a su incapacidad de “ver”, de comprender las formas de las circunstancias ante las cuales debió recordar las palabras del Oráculo huyendo, o creyendo huir, o haciéndonos creer que huye, hace afreta a la locura de sus propias conclusiones, con la fatalidad a cuestas. El hecho es que las palabras del Oráculo han de ser, en el menor de los casos, una metáfora confusa y oscura que Edipo no revela de forma elocuente la fatalidad de su vida. Y al fin y al cabo, todos los hombres están sometidos a la voluntad de los dioses, y no existe voluntad más poderosa que esta.
El trabajo de investigación de Carlos Dimeo es muy útil para la tradición teatral porque no se sabe nada sobre el el proceso de construcción del rol que los actores juegan para aplicar su oficio creador en la fiesta colectiva, la escena en un ambiente festivo complejo repleto de un público ávido de conocer y adorar a un dios promiscuo, además, porque arroja luz y descubre los impulsos secretos que mueven el espíritu de los dioses que le permite al actor moderno conducir su trabajo en un proceso instintivo, secreto, poético, orgánico, desenvolverse con el mundo de los textos poéticos que tiene que trabajar para conseguir el sentido poiético de la trama utilizando su cuerpo y su voz de una manera eficaz y llena de plenitud creadora.
Freddy Antonio Torres González
Dramaturgo-Director-Actor. Profesor de la Escuela de Artes Escénicas-Facultad de Arte. Universidad de Los Andes-Venezuela. Individuo de Número, Sillón 1 de la Academia de Mérida-Venezuela.
Fuente de la imagen de fondo: Parnassus Moura of the Muses de Mategna ( Louvre, Paris) y Parnassus Mount of the Muses (detail) de Raphael ( Vatican , Rome) , tomado de: Gods and Goddesses in Art and Legend, 1950. USA.