Por: Prof. Freddy A. Torres González, con Introducción de Leonardo Páez M.

La mención de EL MERCADO PRINCIPAL, nueva pieza de Freddy Torres, es factible sugiera la idea de alguna fácil trabazón adosada a la muy conocida y punto menos que famosa “Cuatro piedras”, del citado autor. Cabría la sospecha, asimismo, de que la reciente proposición teatral fuera una segunda parte de aquella, en condición de aditamento lateral o, por el estilo, vitrina de rememoraciones localistas salpicadas de humor directo y efectistas desenfados.
EL MERCADO PRINCIPAL pugna por identificarse como una distinta averiguación estética, sin que -hay que decirlo- tal aserto constituya detrimento en lo que atañe a “Cuatro piedras”, cuya autonomía es inobjetable. Debe señalarse que la presente obra traduce los resultados de un plausible intento de hacer teatro, dentro de lo experimental, francamente revolucionario. El esfuerzo tiende a configurarse con una suerte de contexto circular de impulso propio: soplo de la vida a través de caricaturas. Viaje de salida y regreso simultáneos, espectro argumental que pone a prueba la sensibilidad de los espectadores obligados a afinarla, y recomendado lavarla, si se quiere, de convencionalismos retóricos y formalistas. Ahora bien, los eventuales personajes populares –más típicos- de la Mérida que valsaba por el 60 y sus contornos, y que aparecen en la creación de Torres, han sido atrapados con exclusiva finalidad de fijar el lugar de las acciones, aunque, independientemente de su ubicación temporal: muñecos de la farsa que no extrañan elementos esenciales del tema; se extienden como sombras de un sueño sin orillas, igual que los inestables recuerdos de elástica envoltura.

”Pildorín”, juglar del “miche” integral, ahijado de la noche y de la calle, versión criolla y estrafalaria del guitarrero mexicano, husmeando siempre por las fronteras del mercado; el mismo hombrecito que tal día, arrimándose al portón de Radio Universidad, improvisó y cantó la copla corrosiva, furiosamente alegre, y anunció el “advenimiento” de la estación competidora “que acabará con la actual/ para contento de todos…”. Luego, por ahí, “Mediamisa”, blanco lirio senil de la locura, doloroso trasunto de Anastasia, la zarina. Y, por fin, “Pecho e Paloma”, mercachifle a la volanda con su bulto de fluxes de dudosa vigencia, comprados en dos fuertes “para dárselos a tres a mis estudiantes pobres”. “Pecho el paloma” que al grito hiriente y reiterado de su apodo en la voz de los muchachos, corría hacia abajo, en desenfreno, por la Lora, consumiéndose de rabia e impotencia.

Obviamente, en el hecho artístico del que se habla, asoman otros caracteres de presencia cotidiana en el antiguo y casi familiar del mercado de la ciudad. Sirven también de ilustración adicional en el vaivén de la estructura escénica, presuntivamente novedosa e integrada por especiales aproximaciones al expresionismo o, acaso, al pos-absurdo, pero que, por su patetismo estremecedor y alucinante, conduce la memoria a las pinturas intuitivamente surrealistas del holandés Hieronymus Bosh, El Bosco. Con el empleo del visor que se prefiera, EL MERCADO PRINCIPAL tiene la virtud de brindar atrevido experimento sobre la base de ejercicios lúdricos entre la exposición de materia verbal independiente de la conciencia y el camino progresivo de una banda plástica, hasta conseguir el fenómeno teatral buscado que, a propósito, es factible alimente más a los sentidos que a la comprensión misma.
Leonardo Páez. M. Texto de Catálogo.1983.
Testimonio del Mercado Principal
Freddy Antonio Torres González

Asumo esta tarde-noche mis querencias del mercado de doña Ramona Torres, hacedora de ovejitas, bueyes acostados y palomas de los pesebres andinos todo el año, entre pinceles y algodones mi aprendizaje de un niño que trata de encontrar una luz, emana de las cosas para estar siempre avispado, abierto, al peregrinaje de colores de la naturaleza y de los amores. Siempre alerta era el asunto de estar despierto, atento, al transcurrir de los vientos que traen sueños y ricas sensaciones para adivinar la belleza que anida en los rincones de los pasajes. Me hice diestro en escuchar el vuelo de un colibrí, todas las tardes se paseaba por los techos del mercado hasta, anidar secretamente en una rendija de la cocina de “Misia Petrica”, nana de Mano Millo, el Regidor del Mercado. Muchas veces caminé por sus alrededores escuchando tanteando la forma de las panelas, de las frutas y las legumbres, sonámbulo entreví el diálogo de naranjas y limones y gallos. Digo que aprendí a oír a la gente con los ojos cerrados porque la única verdad que sucede, no es mentira, uno acostumbra conquistar la belleza de una tarde con el oído. Digo que aprendí a vivir en el mercado toda la vida por la escucha de sus ratones, abejas, avispas y guarapo fuerte, vibran las cosas como el zumbido de los murciélagos con una música de sombras, olores, canto de silencio todo eso aprendí en ese sitio que llaman el mercado donde recitan las naranjas con las pumarrosas las piñas con los musgos del páramo bendito los mamones con las lechugas y los garbanzos. Me enseñaron a acariciar con el oído el acontecer silencioso del Mercado Principal. Necesito hacer poesía moviendo los recuerdos, así nace el día, de la nada, el verso sale solo si me enfoco a escuchar como acontece la vida. El Mercado de mi olvido, desde que te quemaron sin misericordia ando sin ver, no te apaño, triste, intranquilo en un mundo hostil, sin espacio para secar una lágrima. Prohibido que te recuerde me está vedado mis pesares tengo que tragármelos al pisar la calle Lazo cuando llego al recinto de Jacinto Plaza, el hombre santo y cordial que en 1919 enamoraba a niñas y señoras con su sonrisa y manos largas. Él, vendía urnas y cofres para enterrar angelitos también ropa de vestir, cobijas y, servilletas japonesas para envolver palomas. Miro al pasaje Tatuy, pescadores descuartizando reses con hachas y hombres con costillas de vacas sangrantes un italiano que los domingos toca el trombón en la retreta nocturna del maestro Rivas. Salgo y veo los alrededores destrozados el negocio de chamero quemado, Don Cesar, el hombre del pajarito de la suerte ya no están. Cucurucho y la media misa desaparecieron por encanto, Pildorín duerme abrazado a una guitarra porque anoche cantó donde la Ronca Teresa: “Allá en el Rancho Grande”… A mi casa de la cinco no puedo ir: me da pena abandonado en plena desgracia. Llegué a ti, como un niño de la Picón con un vianda para mi papá; ahí descubrí a las muchachonas de la calle de “Los Baños”. Algunos dicen que son de “Cuatro Piedras”. Un día llegué ahí, calle oscura y ruidosa y como un bachi pude dormir abrazado escuchando “Ansiedad” de la voz de Alfredo Sadel. Oh, Negra Alicia prohibida que ella analice si podemos vernos donde don Marcelino el de las barquillas del mercado. Que todos analicen de una vez por todas si las autoridades fueron los que quemaron el Mercado Principal, un domingo aciago por la tarde. Que ellos analicen si hicieron bien tumbando una casa grande de mis amores tiernos. Ya no puedo pedir canciones en la “Revista de la noche”, tampoco comprar papelitos que adivinen mi suerte. Que ellas analicen todo lo que pregono por esas calles desde entonces la luz de mi mercado no ha sido más mi apoyo ahora es una mole gigante de concreto armado, con escalones, sótanos, agua oscura, huecos charcas y rampas para subir ligero a no se sabe a qué, porque está rayado. Muchas veces riéndome a solas veo conciertos, danzas, exposiciones, actores con llanto falso y una banda tocando a Schubert. Sólo, íngrimo, no veo a mucha gente. Muchas veces tacho líneas enteras para recordar a las mujercitas como curaban debajo de este sitio la gota, la azúcar mala y el mal de ojo. Riéndome a solas escondo un verso ya presintiendo que me hace daño recordarte mercado de mis años alegres pero ese recuerdo me defiende contra la maledicencia de los demás lo arrasaron sin preguntar nada. Oí que un día, el viejo mercado iba a resucitar, dijo una señora de negro solo hay que regar agua bendita y díctamo real para que de una vez vuelva a ser como antes: viejitos amables, amistosos, lleno de compadres y comadronas que van a ayudar a parir niños para que vuelvan a pasear por el pasaje Tatuy a vender escapularios y estampitas de la caridad. Un músico alto, amistoso, ha sido execrado, condenado, porque compuso canciones al mercado. Por las malas lenguas dicen, que es espía. Su nombre maldecido. Porque los lunes vende versos a puya sobre lo que ocurrió de verdad en el principal, y que duerme solito en un colchón del “Sueño Feliz”. Hablar de él, es algo sospechoso y silencioso. ¿Y si fuera inocente? Los amigos de la esquina del “cafetín de López” lo encuentran culpable los kioscos y los almacenes, la Academia y las tertulias poéticas lo ven como un enemigo simplemente saben que es el poeta Cesar Dávila Andrade que acostumbra a salir como un espanto a saldar cuentas con los enemigos del mercado. Una vez también lo vieron con Hernando Track cruzaron por la esquina “Del Gallo” y repartieron volantes que decían, ¡ya sabemos quiénes pusieron las bombas que quemaron el Mercado Principal! ¿Y si fueran inocentes? El pueblo tiene embusteros, en los puestos más altos, se sienten enemigos. Construyen edificios, desocupan calles bellas de antaño, sin embargo, esos mamotretos ocultan la Concha y el Toro de mi montaña predilecta derrumban y obstruyen las calles, destrozan el pasado el poeta debe ser fusilado. ¿Y si fuera inocente? Ellos no han leído lastimosamente, “El Boletín y las Elegía de las Mitas” y “Tiempo de Callar” los ladrones siempre son inocentes, ¿tal vez es mejor hacer silencio? Un Réquiem para Dávila Andrade el hombre del “Gallo de Oro” que, de un pistoletazo acabó con su vida en la suite del “Sueño Feliz”. ¿Y si fuera inocente?...


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