Por: Dr. Ricardo Gil Otaiza*
Debo confesar que los doctores y amigos Virgilio Castillo, Rómulo Bastidas y David Díaz Miranda, directivos de la APULA, me solicitaron un discurso de orden para esta ocasión en la que celebramos el Día del profesor Universitario, y consciente estoy de la inmensa responsabilidad que recae sobre mis hombros, pero temo que será imposible, porque ese “orden” implica siempre una cronología, y desde mi interior las ideas bullen sin orden ni concierto, razón por la cual solo les ofrezco un discurso del desorden, sí, del caos argumental, de las ideas descosidas que llegan a mi mente y buscan contar lo vivido y analizar el presente, y para ello necesito la libertad para dar los necesarios saltos del tiempo y del espacio, el deslastrarme de la línea de una cronología que de alguna manera me dispersa y me pone una camisa de fuerza, y que hace que lo que tengo en mi cabeza se atempere y halle su lugar, y tal vez se pierda, y no es eso lo que deseo, sino que todo brote sin corsés, sin brújulas ni determinismos, sin un puerto seguro al cual llegar, porque esto es crisis, y crisis es caos, y estamos en medio de una prolongada tempestad que a veces nos obnubila la razón.
Pero, no se asusten. En todo caso, y como a ustedes les pasará, deseo también poner orden al caos (por lo menos al de mi cabeza, que es en sí mi propio orden), pero no podré responderme en silencio y a la callada (como lo hago en el sillón de mi casa) los porqués que se agolpan en mi cerebro y en mi pecho, y que me alejan ostensiblemente de la felicidad y del sosiego de mi alma, y he venido entonces esta tarde a pensar en voz alta para ustedes. No busco la catarsis, pero sí ordenar mi cabeza, es decir, mi propio mundo. Y si nos atenemos a que nadie puede cambiar el mundo si antes no arregla su propia interioridad, pues ustedes me dirán si no es importante, por lo menos para mí, y aspiro que para muchos de ustedes.
Si este supuesto caos-orden que comparto trae algo de positivo al sobrevenido contexto caórdico nuestro, pues, qué bueno, misión cumplida. En este sentido, estoy consciente de que no habrá un solo universitario que no conozca el recorrido que hemos hecho de bajada y en rueda libre en los últimos años, para llegar hasta el día de hoy, es decir, el ominoso presente. Cuesta abajo en la rodada, diría el viejo tema. Creo entonces que me ahorraré los prolegómenos para ir al grano, porque hay muchos reconocimientos por entregar.
Gracias por escucharme.
A pesar de mí mismo, de mi reconocido escepticismo, de la tristeza que muchas veces me embarga, de la soledad al ver partir a mis compatriotas y seres queridos al extranjero; a pesar de que tengo la certeza que de continuar la aberrante cohabitación política, nada cambiará, no me quiero dejar vencer por el peor de los enemigos que es la desesperanza. No obstante, quiero ser honesto y no manipularlos con la palabra “esperanza”, en este orden les digo que hagan lo que sus corazones y su intuición les dicten, quedarse o irse, nada los coaccionará, pero sepan que en algún momento todo esto pasará, que la Universidad venezolana se levantará, renacerá de sus cenizas, y para entonces ya habremos aprendido la ingente lección de cuidar la democracia porque, como hemos visto, es muy frágil y presa segura de falsos líderes. Mientras tanto, y como lo recomendó el gran escritor argentino Ernesto Sabato en uno de sus últimos libros, resistamos hasta donde podamos, sin bajar la guardia, sin dejar de ser exigentes a pesar de que nada esté en su lugar, de que todo esté trastocado y destruido, de que por doquier solo veamos decrepitud y escuchemos el atronador ruido del silencio. A pesar de nosotros mismos y de nuestros errores, que han sido muchos, y tenemos que reconocerlos, una nueva universidad merodea y está a la vuelta de la esquina, muy distinta a la que trajinamos, a la que durante largo tiempo vivimos, porque ya no es posible mantener este modelo, no es funcional, ni le sirve al esperpéntico país que se abre ante nuestra incrédula y estupefacta mirada de académicos.
Colegas, todo cambió a pasos acelerados, el país en el que nacimos ya no existe, y mal podemos empeñarnos en mantener un criterio de Universidad que se ha quedado desfasado en un rincón de la historia no tan reciente, con sus reconocidas bondades, muchas, transijo, pero también con sus grandes desviaciones y garrafales errores. Somos otros en definitiva, y esto tenemos que entenderlo y asimilarlo, porque de lo contrario haremos siempre lo mismo y obtendremos así los mismos resultados, y más temprano que tarde vendrán la frustración y la amargura. La Universidad tendrá por la fuerza de las circunstancias nacionales y planetarias, qué cambiar y redimensionarse, porque ya no es posible continuar con los mismos lineamientos y argumentos del pasado. La vetusta Universidad napoleónica sobre la que se erigió la universidad venezolana, tendrá que dar paso a una institución versátil, que tenga como norte fundamental la producción de saberes y su impacto en el mundo, y la profesionalización, como hoy la entendemos, ya no será la égida ni el centro del proceso universitario como lo ha sido hasta hoy. Obviamente, vendrán otras carreras y desaparecerán muchas de las que conocemos y en las que nos desempeñamos, y esto sucederá aunque nos duela, y a pesar de la creencia de que “nuestro campo profesional” es el centro del universo.
Nuestra actitud como profesores del más alto nivel educativo, tendrá que ser otra: más empática y proactiva, más creativa y productiva, más humana y en correspondencia con un planeta herido, que pierde a ritmo trepidante su capacidad de regenerarse. Seremos, eso sí, articuladores de herramientas tecnológicas, facilitadores de procesos cognitivos, activadores del pensamiento libre, guías expeditos y certeros en los empinados caminos del saber compartido, pero nunca más, óiganme esto, nunca más dueños de supuestos feudos, que tanta falacia e injusticia han generado en el subsistema universitario de Venezuela y de buena parte de América Latina. Seremos además factores propiciadores de cambios, contra la modorra y la desidia, azuzadores de la duda metódica, que nos lleve desde la investigación y la experiencia hacia nuevos e insospechados derroteros filosóficos y epistémicos.
En mis treinta años como profesor universitario he visto muchas cosas y he sido testigo de tantos hechos inauditos (por no llamarlos inaceptables) en el interior de la universidad, que muchas veces pensé seriamente en retirarme en silencio, porque más podía la náusea que mi pasión universitaria. Afortunadamente no lo hice, porque comprendí a tiempo que yo, desde mi pequeño espectro de acción, desde mi acotado espacio, podía intentar revertir la realidad. Y eso es lo que me ha mantenido con fuerza para no claudicar. Empero, debo decirlo con honestidad, actuar e ir en contra del establishment trajo a mi vida serios problemas, enconados enemigos, insultos, apodos, infamias y hasta que me cayeran a golpes en pleno campus universitario. No obstante, en muchos momentos imperó la razón, y las cosas marcharon; en otros, se impuso la triquiñuela, el acomodo, la prebenda y el amiguismo, y se estropeó todo. Aprendí, entonces, y a la fuerza, que la vida universitaria, como la vida misma, es la puesta en escena del llamado “ensayo y error”, y así marchamos a pesar de los ingentes retrocesos.
También he visto en todos estos años, hay qué decirlo, a una universidad pujante, de elevada calidad; una universidad que ha traído consigo progreso, crecimiento e innovación. Una universidad que ha impactado en positivo a la ciudad, a la región, al país y a América Latina. Y con esa Universidad me quedo, y aspiro que los cambios que tendrán que darse, conserven todos esos nichos de excelencia que nos han dado orgullo y sentido universitario, y cuyo sello e impronta de alguna manera nos corresponde a quienes hemos entregado, con disciplina y pasión, los mejores años de nuestras vidas para que fuera una realidad.
Por todo esto, colegas, puedo decir con voz potente en este magnífico escenario gremial, que lleva por nombre el del Dr. Eleazar Ontiveros Paolini, buen amigo y gran universitario, no más a tantas máculas que han opacado a esa buena mayoría de profesores quienes sí hemos estado a la altura del compromiso contraído. Por lo tanto, no más al “profesor león enjaulado”, supuestamente erudito y vanidoso, que dicta e impone de manera autárquica sus conocimientos, que implanta sus criterios e ideologías a ultranza y como verdades absolutas (y no acepta réplicas), y que avasalla y manipula a los estudiantes con el poder de la nota. No más al profesor coordinador de grupos de investigación y jefe de unidades académicas y de laboratorios, que impone como norma ir en toda publicación (artículo o libro), sin aportar una coma, construyendo así de manera artificiosa currículos supernumerarios, que no se corresponden con la realidad académica, y que de paso enrostran a todos como si de eminencias se trataran, vulnerando de esta forma a la comunidad científica y al derecho intelectual. No más a profesores que lleven siempre el mismo trabajo de investigación a todos los eventos y congresos, cambiando los títulos de los mismos, para hacerlos pasar como nuevos aportes y de vanguardia. No más a esos quienes han tenido como perversa costumbre el acoso sexual y laboral, que han causado tanto daño a gente inocente. No más decisiones arbitrarias desde los organismos colegiados, que vulneren los derechos de los miembros de la comunidad universitaria. No más a gestiones eternas, que lleven al agotamiento a las autoridades y al anquilosamiento de las ideas y del accionar.
La Universidad venezolana tendrá que dar un giro copernicano para estar a la altura de los densos y vertiginosos procesos civilizatorios, que amenazan con dejarla a la zaga y sin referentes en el presente. Instancias como el consejo universitario, por ejemplo, tendrán que desaparecer, para dar paso a otras más operativas y congruentes con la dinámica institucional, social y del mundo, que articulen verdaderas políticas universitarias, y no meras decisiones de carácter técnico-administrativo, que podrán ser dilucidadas sin las consabidas trabas por comisiones creadas a propósito. Nuestros viejos pruritos del denominado costo-beneficio, que llevaron a la quiebra a decenas de fabulosas empresas universitarias, deberán ceder, para dar entrada a una Universidad rentable, de manejo transparente, empeñosa y no paquidérmica, exenta de la pesada burocracia y que esté en correspondencia con un mundo diverso y cambiante, que se empina en el horizonte y otea novedosos y sorprendentes escenarios. La Universidad-samán e hipertrofiada de hoy tendrá que reducir de tamaño, para hacerse más productiva y gobernable, así como más dinámica y sostenible. No a la Universidad reducto de “sabios”, sino a espacios para el libre cotejo y dialógica de “verdades”, de pares, de supuestos epistémicos y de nuevos escenarios globales.
Estoy consciente de que entrecruzo sin miramientos causas y efectos, y solo me detengo para la necesaria proyección a futuro, pero es que el país que tenemos es también inaudito, anómalo, fuera de contexto, y solo es comprensible desde una mirada problematizada y errante, desde la alternancia de tiempos y, por qué no, desde el propio desvarío. Pero sé, que los universitarios somos excelentes diagnosticadores, que los estudios sobre la problemática universitaria, sus causas y consecuencias, podrían ocupar un salón como éste, pero lamentablemente no han trascendido, ni trascenderán. Como yo, muchos aquí han publicado libros y estudios sobre estas mismas problemáticas, pero nos acostumbramos a verlos impertérritos y silenciosos durmiendo en los anaqueles, a la espera de mejores momentos para la lectura y el análisis.
El tiempo pasa y se lleva todo a su paso.
Repito, los diagnósticos están por millares, pero se han quedado como letra muerta, porque nunca les tendimos puentes hacia la acción. Creímos que con el solo hecho de escribir era suficiente aporte, pero ya vemos que no era así. En el ínterin murió mama-ULA, la enterramos hace ya unos cuantos años, y la vida continúo con sus propias alternancias y sorpresas como si nada. Sin embargo, aún no entendemos que la universidad basada en el modelo rentista petrolero es cosa del pasado, porque los políticos de oficio destruyeron a la industria y nos quedamos como la mujer de Lot, mirando hacia atrás, petrificados, viendo cómo hipotecan nuestro futuro y el de nuestros hijos y nietos, y nada pasa. Nos quedamos con los ya vendidos (y a futuro) millones de barriles de petróleo que hay en la faja petrolífera del Orinoco, pero las mayorías poblacionales están en la miseria, y desde arriba no les cae ni una gota del crudo que en teoría es de todos los venezolanos.
La realidad nos dice que los profesores universitarios recibimos no más de once dólares al mes de salario (los de más alta jerarquía en el escalafón; los otros, mucho menos), pero aquí seguimos: resistiendo, quejándonos aquí y allá, sí, pero con la mirada puesta en el hipotético futuro. En pocos años perdimos los sueldos y las pensiones, y nos quedamos sin protección social. Recuerdo que cuando me jubilé en el 2016 fui contento a la Dirección de Asuntos Profesorales a preguntar por mis prestaciones sociales, y me hubiera gustado tomarle una fotografía a la cara de la secretaria que me atendió (ella tal vez recordará lo mismo acerca de la mía), todo un poema trágico. Noté en su rostro la vergüenza ajena, la lástima, la conmiseración. Y no hay nada más terrible que producir conmiseración en los otros. Lo que me correspondía después de entregarle toda mi vida a la institución, no me alcanzaba para hacer un mercado. Esta experiencia se sumaba al desconcierto que sentí el día que recibí el oficio en el que se anunciaba la aprobación de mi jubilación: una mala fotocopia de un oficio técnico, frío y sin estilo. Ni una palabra de agradecimiento por los afanes entregados durante casi tres décadas. Inmensa la decepción que nos llevamos todos quienes vivimos esta inevitable experiencia.
La Universidad tiene que humanizarse: hacerse gentil y empática. Su gerencia deberá responder con creces a la complejidad de una institución que baja la abstracción intelectual al terreno de lo fáctico. Suena fácil, pero en ello se nos va la vida. No somos ni un número de expediente, ni un caso para la Agenda A o B del Consejo Universitario. Somos académicos, somos personas.
Colegas, se supone que el pasado 5 de diciembre celebramos el día del profesor universitario, que es por definición el día de la autonomía universitaria, pero… nos quedamos sin autonomía; sí, nos la quitaron, y aquí estamos. ¿Qué nos dice todo esto? ¿Cuál es su lectura? ¿Qué nos cuenta entre líneas? Acaso: ¿Resignación? ¿Suicidio colectivo? Creo entender que estamos aquí por ser conscientes de que el cambio es urgente, y que nosotros somos precisamente factores de ese cambio. El país en los días por venir tendrá que redefinir su futuro, tendrá qué preguntarse de dónde vendrán las finanzas para su subsistencia y cuáles serán sus nuevos derroteros y prioridades. Sin duda alguna, la Universidad estará entre ellas, pero no la de hoy, sino la que subyace en cada uno de los corazones de nosotros, sus hijos, que nos resistimos a tirar la toalla sin dar la pelea final.
Es tarea pendiente, sentarnos ¡ya! a discutir con fuerza, pero sin pasión retrospectiva, cómo haremos para reinventar a la Universidad, para levantar sus escombros del suelo, para hacerla pertinente con una sociedad sufriente como la nuestra. Y es aquí en donde los profesores tenemos mucho qué decir y aportar, desde nuestra experticia y desde nuestra experiencia, y con el mismo espíritu elevado que nos impele hoy a subsidiarla y a mantener sus puertas abiertas en medio de la desgracia que tenemos encima. Nuestro aporte será fundamental y tenemos que prepararnos porque ya avistamos ese momento; es más, ya está aquí. El 2022 será decisivo en este sentido; recordarán ustedes estas palabras.
Los invito (y me invito) a no enterrar también la esperanza, pero no me refiero a la “falsa y fatua esperanza” que volveremos pronto a la institución que tuvimos, y a cuestiones por el estilo. Lamento aguarles la fiesta queridos colegas, pero eso no va a ser posible nunca más, o por lo menos a largo plazo, así lleguen los anhelados cambios políticos. Tendría que acceder al poder una suerte de Rey Midas quien con artilugios pueda convertir miseria en riqueza a mediano o a largo plazo. La esperanza a la que me refiero es poder reconstruir a la universidad, no solo en sus fachadas, sino en sus estructuras o en sus bases. Una institución que tendrá que enfrentar con gallardía los retos que se le pondrán por delante, y que la invitarán a ser coprotagonista de la nueva nación que emergerá de las entrañas de la tierra. No sé, estimados colegas, si nuestra generación lo verá o no, por lo que les hablo a las nuevas cohortes de profesores universitarios, a esos jóvenes llenos de energía y de sueños, pero que también sufren las embestidas del presente y de su dura realidad. A ellos les digo que no decaigan, que la experiencia que vivirán en esa reconstrucción (tal vez refundación), los fortalecerá en todos los sentidos, que tal vez los anales y la historia los orienten para que no caigan en nuestros mismos errores, pero temo que no les servirá de mucho en el mundo de continuas transformaciones y de agreste diversidad que les corresponderá vivir. Es más, ya se asoma. Fórmense bien, prepárense con sentido crítico y abierto al universo, pongan en duda hasta la duda misma, no se encierren en cátedras ni en departamentos, que más temprano que tarde derrumbarán sus linderos para dar la bienvenida a una Universidad abierta, libre, plenamente autónoma, más proactiva y consustanciada con su entorno y con el mundo.
Los profesores le hablamos al país y le decimos que nuestra voluntad es inquebrantable, que el espíritu universitario es indoblegable, que verán a sus profesores de la mano de sus instituciones oteando el horizonte, vislumbrando destellos y luces en medio de la oscuridad de los días aciagos. Le decimos al país que puede confiar en nosotros, porque en nuestra “sangre académica” circulan esa suerte de genes heroicos que nos vienen de las grandes figuras del pasado, y que su ejemplo será estandarte en los días por venir. Les hablo de un Jesús María Bianco de la UCV, de un Pedro Rincón Gutiérrez en la ULA, pero también de los ya remotos genes de un Caracciolo Parra y Olmedo, Rector Heroico, los del Dr. José María Vargas, los de nuestro beato José Gregorio Hernández, los de Diego Carbonell Espinal y de muchos otros eximios y valientes universitarios, quienes fueron emblemas en medio de las grandes crisis históricas; ellos fueron además testigos de quiebres absolutos como el que vivimos en el presente, pero también testigos de excepción de muchos renaceres.
Muerte y renacer se articulan, se amalgaman y en extraña recursividad arrastran consigo a la esperanza. Que esa sea la esperanza, la verdadera, la que nace de la honestidad, y la que se niega al eterno ritornelo de los errores que tanto dolor nos ha traído a todos.
A esa esperanza me atengo.
¡Venezuela, los profesores universitarios estamos aquí, con las puertas abiertas de la universidad, de pie como los árboles, jamás de rodillas o rendidos!
Señores…
* Ricardo Gil Otaiza es profesor e investigador Titular (J) de la Universidad de Los Andes. Escritor con 36 libros publicados en distintos géneros, Miembro Correspondiente Nacional de la Academia Venezolana de la Lengua Correspondiente de la Real Academia Española, Individuo de Número Sillón 5 de la Academia de Mérida, Columnista de El Universal de Caracas.