LA CRÍTICA Y LA ACCIÓN EN LA VIDA DE GONZALO PICÓN FEBRES
Dr. Ricardo Gil Otaiza
Presidente de la Academia de Mérida
La existencia de Gonzalo Picón Febres fue compleja y trashumante. Se debatió entre la flamígera palabra escrita y su permanente errancia en pos de un azaroso destino. Si bien nació en la bucólica ciudad de Mérida un 10 de septiembre de 1860, buena parte de su devenir tuvo que ser sorteado entre la patria que reclamaba con fuerza sus servicios de hombre docto y apasionado, y los disímiles destinos que con “derecho” también pedían de este esclarecido personaje, su luz y su talento. Desde muy joven sintió gran inclinación por el mundo de las letras, y no vaciló ni un solo instante en dar rienda suelta a sus naturales dotes de verbo fluido, que sobre el papel se tradujeron en ardorosos trabajos de crítica, que muy pronto se erigieron en estupendas páginas, en las que no ahorraba adjetivos incisivos cuando la lectura así lo requería, ni “elogios” cuando había plena correspondencia entre lo que buscaba en cada texto y lo que con gozo hallaba en ellos. Paralelamente a esto, desarrolló con disciplina férrea una obra literaria que hubo de recorrer géneros diversos (básicamente: poesía, novela y ensayo), y en cada uno de ellos demostró brillo y un empeño por deslastrarse de escuelas y corrientes que, aunque pugnaban en su contexto por ganar más y más adeptos, encontraron en Picón Febres claras reticencias y obstinados esfuerzos por desvelar su propia voz.
Fue nuestro autor un agudo intelectual en quien la literatura se hizo excusa perfecta para el análisis, para la dialógica, para el escudriñar en el fondo de cada obra los hilos sutiles o evidentes que la sostienen en el espacio y en el tiempo, y así merecer la atención del público y el sesudo juicio de los expertos. Su formación cultural y académica sólidas, a caballo entre la Academia Militar, la Universidad de Caracas y la de Mérida, aunada a su temprana y permanente formación literaria a través de la lectura y la escritura, del cotejo de autores, de la yuxtaposición de pareceres, así como de sus constantes destinos continentales y europeos, hicieron de su juicio un espíritu exquisito y perfeccionista, ganado a la controversia, a la diatriba, a la defensa a ultranza de opiniones y veredictos, que por atinados y precisos que fueran en muchos casos, no dejaron de ser en otras circunstancias molestos, e incluso injustos, a la luz de nuestra aún tímida experiencia en el terreno de lo literario, y de los atavismos propios de quienes luchaban no sólo por erigir una obra digna e imperecedera, sino para sobrevivir en un medio indómito, económicamente deprimido, signado por los cuartelazos, por las traiciones políticas, por la incomunicación entre las distintas zonas geográficas, y por la incomprensión y la intolerancia.
Si bien, como lo expresáramos líneas arriba, Picón Febres cultivó diversidad de géneros, fue en la narrativa y en la crítica literaria en las que ganó mayor reconocimiento, y ellas le aseguraron un espacio relevante en las letras hispánicas. Sin embargo, cuando nos acercamos a su poesía no nos queda otra opción sino el asombro ante la magnificencia de sus textos, que dejan traslucir (unos más, otros menos), un espíritu inquieto, domado por la sublimidad de lo poético. En Caléndulas (por ejemplo), su primer poemario, hallamos tal excelsitud y expresión de lo autóctono, que reconocemos en esta obra un espejo diáfano y perfecto a través del cual se traslucen el ánimo y la espiritualidad de un hombre sensible, profundo, amante de la pasión amorosa y del lar nativo, que no se contenta tan sólo con la contemplación pasiva del cuerpo anhelado y de una naturaleza pródiga en encantos como la nuestra, sino que busca por medio de la palabra erigirse en un esteta, en un fiel exponente de nuestro espíritu galante y de la biodiversidad, por la vía del artificio literario. Nuestro autor le canta a la mujer y a sus sinuosidades, que lo llevan por el camino del amor no correspondido, y al dolor frente a la pérdida, pero en sintonía con un contexto geográfico y natural, que no lo acota en su espectro, como habría de esperarse, sino que lo devuelve con holgura a una universalidad ganada desde lo propio, desde lo regional, de allí su peso e importancia para nuestras letras. No se comprende, entonces, ese largo silencio en torno a su obra poética; no se justifica la ausencia de sus dos poemarios en las bibliotecas públicas y en los hogares venezolanos por la inexistencia de reediciones; salvo por la disonancia presente entre su portentosa y elusiva personalidad (ganada desde la permanente errancia y la incisiva crítica literaria), y la supuesta antinomia erigida desde la lírica de sus versos. No hallamos otra respuesta frente a tamaña indiferencia. Sí, transigimos, se les “estudia” en algunas escuelas de letras de Venezuela y fuera de sus fronteras, pero todo ello queda circunscrito a un espacio acotado, que no logra trascender la necesidad de que se le conozca en mayores y más amplios escenarios.
Son, entonces, la vida trashumante y la voz crítica, dos de los elementos fundantes de su emblemática figura, a las que intentamos una aproximación. Su permanente transitar por los caminos del país y del mundo lo alejaron durante largos períodos de la ciudad que amaba, pero esto no implicó negación e infortunio en su vida, ya que siempre regresó para entenderse de sus asuntos personales, así como para estrechar los lazos con sus familiares y amigos, a pesar de las inmensas dificultades que tales recorridos implicaban en un país desconectado a lo interno (por la inexistencia de una red de carreteras), infectado de plagas y de guerrillas, hundido en el atraso y en las contiendas políticas. Sin duda, el constante viajar a disímiles destinos marcó de manera profunda su prosa y amplió su visión crítica, lo que se patentizó en la hondura de su obra y su permanente hilvanar teórico en torno a la obra literaria de los otros. Sin obviar, por diáfana, su amplia cultura rayana en exquisita —y a veces ostentosa— erudición (infantilmente presuntuosa, afirma Simón Alberto Consalvi), forjada por las lecturas y el estudio de los clásicos latinos y de la literatura francesa desde su temprana juventud, y azuzada por su permanente contacto con eximias figuras del mundo literario y político. No podemos obviar, por trascendente en su historia literaria y en su devenir personal de acá y más allá de las fronteras nacionales, su fuerte carácter (atrabiliario e intransigente a decir de muchos), que le granjearon eternas enemistades y dolores personales, que tardaron mucho tiempo en cicatrizar.
Tal vez, intuimos, estos factores personales hayan influido en sus textos críticos y su posición ante los otros, aunándose la fratricida y criminal Guerra Federal, que de alguna manera lo marcó como ciudadano e intelectual (igual que a todos los de su generación), hasta el punto de negarse a la fantasía literaria, inserta en muchos textos novelísticos de la época, que él criticaba con acérrima ironía al no comprender cómo se recurría a tales artificios (a todas luces evasivos), teniéndose en el suelo patrio los elementos necesarios para reflejar una realidad más allá de los confines de la un tanto “dudosa” imaginación creadora. Acucioso en el estudio de la literatura nacional, publica en 1906 el libro Literatura venezolana en el siglo XIX (a decir de algunos, una de sus más importantes obras), que se erige de inmediato en punto de referencia para la comprensión de nuestros narradores decimonónicos. Aunque el libro en cuestión incluye numerosos datos sobre autores, obras, prensa, anécdotas y, a veces digresiones, su perfil esclarecedor nos permite hoy acercarnos a la historia de nuestra literatura, así como a la conformación de la cultura venezolana (consolidada desde la tragedia de la Guerra de Independencia y luego desde la larga y penosa Guerra Federal, como expresáramos), sobre la base de la reflexión y del estudio de uno de nuestros más conspicuos literatos. No obstante, la profusa documentación y la dispersión que se observa en nuestro mosaico cultural y literario, la visión de este libro, lejos de ser pesimista, apuesta por un país capaz de sobreponerse a sus vicisitudes y a sus propias tragedias.
Sin embargo, y habida cuenta de los inmensos aciertos de esta publicación, en su momento sufrió severas críticas, al punto de ser calificada de “nacionalismo estrecho”, lo que produjo en su ánimo y en su espíritu profundo rencor, que no lo abandonaría hasta el día de su muerte. Tal vez, afirmaciones como «Amo a Venezuela, admiro la inteligencia nacional, y creo que glorificándola se acrecienta y acrisola en la conciencia de los pueblos el sentimiento de la Patria», contribuyeron a forjarle una imagen distorsionada de sus intenciones personales y literarias. Sí, Picón Febres profesó el nacionalismo, como muchos otros de su generación (Tulio Febres Cordero, Julio César Salas y Diego Carbonell, entre otros), pero ello no fue obstáculo para que desde su intelectualidad emergieran elementos que hoy podríamos calificar de “científicos”, a la hora del abordaje del tema de la literatura y de sus hacedores. La pluma de Picón Febres no vaciló al momento de criticar fuertemente a muchos de sus contemporáneos, incluso, a aquellos con los cuales estaba unido por lazos de amistad y hasta de consanguinidad, como fue el caso de su crítica a Don Quijote en América o sea la cuarta salida del ingenioso Hidalgo de La Mancha, de Tulio Febres Cordero, intitulada Juicio crítico a Don Quijote en América, que incluyera en el libro aludido, y en la que expresara, entre otras serias cuestiones:
El señor Febres Cordero no podría nunca negar el riesgo de no parecer ingenuo, que la obra es de imitación, ya que ésta resalta por lo viva en los pormenores de aquélla, y muy especialmente en la figura de Sancho el escudero; pero esa imitación no se ajusta a la obra de Cervantes en la parte subjetiva, y por lo mismo carece del valor esencial e intencional que necesita para el éxito solicitado por el autor con ella como arma de combate. (Febres Cordero, 2005).
Como se puede observar, su espíritu crítico no tuvo cortapisas, ni fue supeditado a los dictámenes de factores subalternos, que silencian lo que no conviene en aras de la lisonja y del panegírico. Todo lo contrario: su voz crítica se hizo más fuerte y contundente en la medida en que alcanzaba su plena madurez y se iba acompañando de una ingrimitud propia en quienes el silencio no basta para internarse lo suficiente en los caminos del intelecto y de la lectura. En tal sentido, vemos cómo el autor no sólo conjunta textos críticos en aras de la visión del “otro”, sino que incluye sus propias teorías (su poética) con las que intenta la comprensión de su tiempo histórico desde el texto literario, y desde la lectura atenta y denodada. Afirma sentencioso “cada tiempo genera sus propias formas artísticas” (Fauquié, 1993), en lo que —como en muchas otras cuestiones— acertó de manera casi premonitoria. En este punto del análisis es importante advertir, que como lo expresa Bloom (1978), en torno a la poesía, “toda crítica necesariamente comienza con un acto de lectura, pero estamos menos dispuestos a tener en cuenta que toda poesía (ergo, escritura literaria) comienza necesariamente con un acto de lectura”. Si se quiere, un bucle recursivo del intelecto: “Los productos y los efectos son en sí mismos productores y causantes de lo que los produce”, nos dice Morin (1999). Y si ello es cierto, como estamos dispuestos a asumir, la crítica es por lo tanto un acto de mera representación de lo leído, de ser influido por lo que tenemos en nuestras manos lectoras (el texto como objeto de nuestra atención), y de influir con nuestra “interpretación” en otros lectores. En palabras de Bloom nuevamente: “toda lectura (es) un acto de “influencias”. Cierra contundente: “Una lectura fuerte puede definirse como la que produce, de por sí, otras lecturas…”. Esta es la crítica para Picón Febres: una permanente recursividad entre lo leído y lo escrito. Un fluir constante en el pensamiento, que se hace complementario a su errancia, a su trashumancia vital. Lectura-escritura-viaje, una tríada en permanente interrelación.
Para Piglia (2005) la lectura es un acto que nace del rencor, es un acto criminal. Se lee mal, nos dice el escritor, pero sólo en el sentido moral, porque ese lector “hace una lectura malvada, rencorosa, un uso pérfido de la letra”. Llevándose todo esto al plano de la mera crítica literaria, esa “mala lectura” implica de por sí el “leer contra otro lector. Se lee la lectura enemiga. El libro es un objeto transaccional, una superficie donde se desplazan las interpretaciones”. Si como nos lo propone el autor argentino, “la crítica literaria como un ejercicio de ese tipo de lectura criminal”, por asociación el crítico literario (y el de otras artes) tendría que ser un alguien perverso, nacido del rencor por el otro, en constante lucha entre su ego y el ego del “otro”, por lo tanto su ejercicio traerá consigo (por ley de atracción), más rencor, más perversión, más animadversión; porque su actuación suele ser vista como la de un criminal.
No muy lejos de nuestra realidad está la críptica aseveración de Piglia. Si analizamos someramente el tiempo histórico que le correspondió vivir a nuestro autor, vemos cómo su imagen pública estuvo signada por la altisonancia, por la permanente diatriba, por su espíritu de choque que llevó a extremos con la misoginia al final de sus días. Si al criminal se le odia y se teme, a Picón Febres se le odió y se le temió en los predios literarios y académicos nacionales con tanta vehemencia, como se le idolatró desde su obra. Si la teoría pigliana nos revela los claroscuros que rodearon al personaje: sus misterios, el silencio a su alrededor, la no correspondencia entre su imagen pública y la arquetípica cultural de una ciudad y de un país dados al fetichismo, no puede en cambio develarnos los entresijos del alma, la antinomia personal representada por una interioridad artística mostrada desde sus poemas (colmada de pasión amorosa, de aguda sensibilidad estética, de amor por su terruño), con una imagen personal y pública reveladora de sus lecturas “criminales” y de sus críticas igualmente “rencorosas” y “malvadas”.
El criticismo de Picón Febres sobrevivió a la finitud de su cuerpo, logró trascender las barreras del tiempo y del espacio, como también lo hizo su novelística, con los hiatos y vacíos propios de un país dado a la desmemoria y al olvido. Igual suerte no corrió su poesía, sumida como está en un limbo de imprecisiones y de etiquetas, que es mirada con ojos de entomólogo presto a poner su lupa frente a especies raras y exóticas. Sin duda, la obra de nuestro autor está signada por la acción, por su ingente trashumancia, por su largo periplo de hombre viajero, que por la fuerza de las circunstancias le correspondía escribir en los lúgubres espacios de los hoteles, alejado de su biblioteca personal y de sus afectos, dado a la memoria y al recuerdo, sumido en la nostalgia por su tierra y de los suyos. El tiempo, el cansancio físico y el peso de la “crítica” (con toda su carga emocional a cuestas) lo van agotando; van mermando sus fuerzas de hombre duro y emprendedor.
Poco a poco la enfermedad devora sus reconocidos ímpetus, el agudo verbo, y el carácter presto a la discusión y al debate de Picón Febres. Celoso guarda sus textos críticos y con ellos parte desde Mérida hasta Curazao en busca de la salud, pero se encuentra con la muerte (aunque como nos refiere Consalvi, el autor suponía el dramático desenlace, en virtud de haberse agudizado el problema que le aquejaba). Si como nos lo recuerda Bravo (2009) “la escritura genera, por lo menos, la sospecha de alguna forma secreta y quizá terrible de poder”, en el poder de la letra, de la palabra escrita, del texto sobre el texto, de la crítica del otro, de ese raro objeto transaccional que es el libro, deposita nuestro autor su última esperanza de trascendencia, frente a la certeza de lo inminente. Ya en Curazao, habiendo pasado por las esperanzadoras manos del eminente cirujano Hubenet, y no hallar alivio a su mal, le dice horas antes de fallecer a su hijo Eduardo (que alcanzaría renombre y sería poseedor de una excelsa pluma): “es necesario enviarle hoy mismo a Cejador, bajo cubierta certificada, mi información sobre Literatura Venezolana. Ábreme ese baúl y tráeme los manuscritos” (Consalvi, 2007). Se refería Gonzalo a Don Julio Cejador, crítico erudito y estudioso de nuestras letras, autor del celebérrimo libro Historia de la Literatura Española, quien para entonces preparaba un volumen acerca de la Literatura Americana Contemporánea. El material, que de inmediato envía Eduardo Picón Lares al estudioso español, siguiendo las claras directrices de su padre, es el Informe sobre Literatura Venezolana, que sería incluido en el Epistolario de Escritores Hispanoamericanos, publicado por la Biblioteca Nacional de Chile cuarenta y seis años después (en 1964).
Los últimos años de vida los pasa Picón Febres en el seno de su hogar en la ciudad de Mérida. El autor, ya enfermo, a sus 55 años, regresa de los caminos del mundo y se sumerge en la introspección y en el trabajo intelectual silencioso, callado, sin el frenético ritmo impuesto a por lo menos cuatro décadas de trashumancia en disímiles destinos. Casi siempre se encuentra inmóvil en su cama. Tal fue su enclaustramiento en los años finales, que a los ojos del joven portento intelectual, Mariano Picón Salas (para entonces con 15 años), y quien en un año habría de debutar en el ambiente intelectual venezolano, a instancias del rector magnífico Dr. Diego Carbonell en el paraninfo de la Universidad de Los Andes, “lo imaginaba en el gabinete del Dr. Fausto”, asociándolo con este personaje semilegendario, a quien se le atribuían poderes sobrenaturales y diabólicos. Cuestión que no debería extrañarnos, habida cuenta de ese halo misterioso y un tanto oscuro que rodeó la vida y el actuar de Picón Febres (la perversión desde las letras y la crítica, como analizáramos antes); azuzado el mito por su carácter huraño, gruñón, dado al enfado y a la orden precisa, para que se hiciera lo que su real entender concebía. En su descargo debemos acotar, que nuestro autor fue uno de los pocos intelectuales venezolanos dados a no ocultar las críticas y las opiniones que sobre su obra se vertieron; sólo equiparable con una actitud semejante por parte de Tulio Febres Cordero, quien recopiló con esmero y dio a conocer las abundantes críticas recibidas por su obra (las crueles y retorcidas, debemos aclarar), de manera particular por su Don Quijote en América. En su libro Teatro crítico venezolano mostró Picón Febres a un público impávido e incrédulo todas las cosas que sobre su persona y su obra se dijeron. Desde las diatribas, pasando por los textos acerbos, hasta las palabras francamente amistosas, desfilan en estas páginas, que nos permiten acercarnos con precisión y detalle al mundo literario de este agudo e inteligente personaje.
“¿Qué sobrevive, a fin de cuentas, de la obra de Gonzalo Picón Febres y cómo podemos juzgarla?”, se pregunta exánime en 1968 Simón Alberto Consalvi, en las páginas ensayísticas varias veces citadas, y con Rafael Cadenas (2000), gran poeta de nuestra patria, recitamos, a modo de respuesta, y de epitafio literario:
PUDISTE RESISTIR en la primera línea solo.
Esa senda no la ha vuelto a tomar nadie.
Eres el último.
Porque es arduo
mantenerse,
arduo abandonarse,
arduo soportar lo enorme,
arduo no pertenecer al grito,
arduo asirse al idioma en el límite,
arduo saber que las palabras no protegen
y andar así cumpliendo, en sigilo, sin razones.
Biografía citada
Bloom, H. 1979. La cabala y la crítica. Monte Ávila Editores. Caracas. Venezuela.
Bravo, V. 2009. Leer el mundo. Veintisieteletras. Madrid. España.
Cadenas, R. Obra entera. Fondo de Cultura Económica. México.
Consalvi, S. 2007. 6 escritores de Mérida y del mundo. El otro el mismo. Mérida. Venezuela.
Fauquié, R. 1993. Gonzalo Picón Febres y la literatura venezolana del siglo XIX. www.rafaelfauquie.dsm.usb.ve
Febres Cordero, T. 2005. Don Quijote en América. Recuento Crítico de una novela centenaria. Compiladora Belis Araque. Mérida: Publicaciones del Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes. Banco de Venezuela – Grupo Santander. Biblioteca Nacional – Biblioteca Febres Cordero. Mérida. Venezuela.
Morin, E. 1999. La cabeza bien puesta. Nueva visión. Buenos Aires. Argentina.
Piglia, R. 2005. El último lector. Anagrama. Barcelona. España.
Dr. Ricardo Gil Otaiza
Profesor Titular (J) de la Universidad de Los Andes. Narrador, poeta, ensayista, articulista, antólogo y biógrafo de Tulio Febres Cordero. Presidente de la Academia de Mérida.
Nota: Trabajo publicado inicialmente en Investigación, Revista del CDCHTA de la ULA: Edición Especial Enero-Diciembre 2011/N° 23-24.